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26 de diciembre de 2021
Misatge Urbi et Orbi – Navidad 2021
Papa Francisco
25 de diciembre de 2021
Mensaje de la XXX Jornada Mundial del Enfermo
Papa Francisco
Fecha del documento: 10 de diciembre de 2021
Fecha de la Jornada: 11 de febrero de 2022
Catequesis sobre san José – 3. José, hombre justo y esposo de María
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Seguimos nuestro camino de reflexión sobre la figura de san José. Hoy quisiera profundizar en su ser «justo» y «desposado con María», y dar así un mensaje a todos los novios, también a los recién casados. Muchas historias relacionadas con José llenan los pasajes de los evangelios apócrifos, es decir, no canónicos, que han influido también en el arte y diferentes lugares de culto. Estos escritos que no están en la Biblia —son historias que la piedad cristiana hacía en esa época— responden al deseo de colmar los vacíos narrativos de los Evangelios canónicos, los que están en la Biblia, los cuales nos dan todo lo que es esencial para la fe y la vida cristiana.
El evangelista Mateo. Esto es importante: ¿qué dice el Evangelio sobre José? No qué dicen esos evangelios apócrifos, que no son una cosa fea o mala; son bonitos, pero no son la Palabra de Dios. En cambio, los Evangelios, que están en la Biblia, son la Palabra de Dios. Entre estos el evangelista Mateo que define José como hombre “justo”. Escuchamos su pasaje: «La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Su marido José como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto» (1,18-19). Porque los novios, cuando la novia no era fiel o se quedaba embarazada, ¡tenían que denunciarla! Y las mujeres en aquella época eran lapidadas. Pero José era justo. Dice: «No, esto no lo haré. Me quedaré callado.»
Para comprender el comportamiento de José en relación con María, es útil recordar las costumbres matrimoniales del antiguo Israel. El matrimonio comprendía dos fases muy definidas. La primera era como un noviazgo oficial, que conllevaba ya una situación nueva: en particular la mujer, incluso viviendo aún en la casa paterna todavía durante un año, era considerada de hecho «mujer» del prometido esposo. Todavía no vivían juntos, pero era como si fuera la esposa. El segundo hecho era el traslado de la esposa de la casa paterna a la casa del esposo. Esto sucedía con una procesión festiva, que completaba el matrimonio. Y las amigas de la esposa la acompañaban allí. En base a estas costumbres, el hecho de que «antes de estar juntos ellos, se encontró encinta», exponía a la Virgen a la acusación de adulterio. Y esta culpa, según la Ley antigua, tenía que ser castigada con la lapidación (cf. Dt 22,20-21). Sin embargo, en la praxis judía sucesiva se había afianzado una interpretación más moderada que imponía solo el acto de repudio, pero con consecuencias civiles y penales para la mujer, pero no la lapidación.
El Evangelio dice que José era «justo» precisamente por estar sujeto a la ley como todo hombre pío israelita. Pero dentro de él el amor por María y la confianza que tiene en ella le sugieren una forma que salva la observancia de la ley y el honor de la esposa: decide repudiarla en secreto, sin clamor, sin someterla a la humillación pública. Elige el camino de la discreción, sin juicio ni venganza. ¡Pero cuánta santidad en José! Nosotros, que apenas tenemos una noticia un poco folclorista o un poco fea sobre alguien, ¡vamos enseguida al chismorreo! José sin embargo está callado.
Pero añade enseguida el evangelista Mateo: «Así lo tenía planeado, cuando el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: “José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús porque él salvará a su pueblo de sus pecados”» (1,20-21). Interviene en el discernimiento de José la voz de Dios que, a través de un sueño, le desvela un significado más grande de su misma justicia. ¡Y qué importante es para cada uno de nosotros cultivar una vida justa y al mismo tiempo sentirnos siempre necesitados de la ayuda de Dios! Para poder ampliar nuestros horizontes y considerar las circunstancias de la vida desde un punto de vista diferente, más amplio. Muchas veces nos sentimos prisioneros de lo que nos ha sucedido: «¡Pero mira lo que me ha pasado!», y nosotros permanecemos prisioneros de esa cosa mala que nos ha pasado; pero precisamente ante algunas circunstancias de la vida que nos parecen inicialmente dramáticas, se esconde una Providencia que con el tiempo toma forma e ilumina de significado también el dolor que nos ha golpeado. La tentación es cerrarnos en ese dolor, en ese pensamiento de las cosas no bonitas que nos suceden a nosotros. Y esto no hace bien. Esto lleva a la tristeza y a la amargura. El corazón amargo es muy feo.
Quisiera que nos detuviéramos a reflexionar sobre un detalle de esta historia narrada por el Evangelio y que muy a menudo descuidamos. María y José son dos novios que probablemente han cultivado sueños y expectativas respecto a su vida y a su futuro. Dios parece entrar como un imprevisto en su historia y, aunque con un esfuerzo inicial, ambos abren de par en par el corazón a la realidad que se pone ante ellos.
Queridos hermanos y hermanas, muy a menudo nuestra vida no es como la habíamos imaginado. Sobre todo, en las relaciones de amor, de afecto, nos cuesta pasar de la lógica del enamoramiento a la del amor maduro. Y se debe pasar del enamoramiento al amor maduro. Vosotros recién casados, pensad bien en esto. La primera fase siempre está marcada por un cierto encanto, que nos hace vivir inmersos en un imaginario que a menudo no corresponde con la realidad de los hechos. Pero precisamente cuando el enamoramiento con sus expectativas parece terminar, ahí puede comenzar el amor verdadero. Amar de hecho no es pretender que el otro o la vida corresponda con nuestra imaginación; significa más bien elegir en plena libertad tomar la responsabilidad de la vida, así como se nos ofrece. Es por esto por lo que José nos da una lección importante, elige a María «con los ojos abiertos». Y podemos decir con todos los riesgos. Pensad, en el Evangelio de Juan, un reproche que hacen los doctores de la ley a Jesús es este: «Nosotros no somos hijos que provienen de allí», en referencia a la prostitución. Pero porque estos sabían cómo se había quedado embarazada María y querían ensuciar a la madre de Jesús. Para mí es el pasaje más sucio, más demoniaco del Evangelio. Y el riesgo de José nos da esta lección: toma la vida como viene. ¿Dios ha intervenido ahí? La tomo. Y José hace como le había ordenado el Ángel del Señor: de hecho, dice el Evangelio: «Despertándose José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer. Y no la conocía hasta que ella dio a luz un hijo, y le puso por nombre Jesús» (Mt 1,24-25). Los novios cristianos están llamados a testimoniar un amor así, que tenga la valentía de pasar de las lógicas del enamoramiento a las del amor maduro. Y esta es una elección exigente, que, en lugar de aprisionar la vida, puede fortificar el amor para que sea duradero frente a las pruebas del tiempo. El amor de una pareja va adelante en la vida y madura cada día. El amor del noviazgo es un poco —permitidme la palabra— un poco romántico. Vosotros lo habéis vivido todo, pero después empieza el amor maduro, de todos los días, el trabajo, los niños que llegan. Y a veces el romanticismo desaparece un poco. ¿Pero no hay amor? Sí, pero amor maduro. «Pero sabe, padre, nosotros a veces nos peleamos…». Esto sucede desde el tiempo de Adán y Eva hasta hoy: que los esposos peleen es el pan nuestro de cada día. «¿Pero no se debe pelear?» «Sí, se puede.» «Y, padre, pero a veces levantamos la voz» «Sucede.» «Y también a veces vuelan los platos» «Sucede.» ¿Pero qué hacer para que no se dañe la vida del matrimonio? Escuchad bien: no terminar nunca el día sin hacer las paces. Hemos peleado, yo te he dicho palabrotas, Dios mío, te he dicho cosas feas. Pero ahora termina la jornada: tengo que hacer las paces. ¿Sabéis por qué? Porque la guerra fría al día siguiente es muy peligrosa. No dejéis que el día siguiente empiece con una guerra. Por eso hacer las paces antes de ir a la cama. Recordadlo siempre: nunca terminar el día sin hacer las paces. Y esto os ayudará en la vida matrimonial. Este recorrido del enamoramiento al amor maduro es una elección exigente, pero tenemos que ir sobre ese camino.
Y también esta vez concluimos con una oración a san José.
San José,
tú que has amado a María con libertad,
y has elegido renunciar a tu imaginario para hacer espacio a la realidad,
ayuda a cada uno de nosotros a dejarnos sorprender por Dios
y a acoger la vida no como un imprevisto del que defendernos,
sino como un misterio que esconde el secreto de la verdadera alegría.
Obtén para todos los novios cristianos la alegría y la radicalidad,
pero conservando siempre la conciencia
de que solo la misericordia y el perdón hacen posible el amor. Amén.
Catequesis sobre san José – 2. San José en la historia de la salvación
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El miércoles pasado empezamos el ciclo de catequesis sobre la figura de san José —está terminando el año dedicado a él. Hoy proseguimos este recorrido deteniéndonos en su rol en la historia de la salvación.
Jesús en los Evangelios es indicado como «hijo de José» (Lc 3,23; 4,22; Jn 1,45; 6,42) e «hijo del carpintero» (Mt 13,55; Mc 6,3). Los Evangelistas Mateo y Lucas, narrando la infancia de Jesús, dan espacio al rol de José. Ambos componen una «genealogía», para evidenciar la historicidad de Jesús. Mateo, dirigiéndose sobre todo a los judeocristianos, parte de Abraham para llegar a José, definido «el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo» (1,16). Lucas, sin embargo, se remonta hasta Adán, empezando directamente por Jesús, que «era hijo de José», pero precisa: «según se creía» (3,23). Por tanto, ambos evangelistas presentan a José no como padre biológico, pero de todas formas como padre de Jesús en toda regla. A través de él, Jesús realiza el cumplimiento de la historia de la alianza y de la salvación transcurrida entre Dios y el hombre. Para Mateo esta historia comienza con Abraham, para Lucas con el origen mismo de la humanidad, es decir con Adán.
El evangelista Mateo nos ayuda a comprender que la figura de José, aunque aparentemente marginal, discreta, en segunda línea, representa sin embargo una pieza fundamental en la historia de salvación. José vive su protagonismo sin querer nunca adueñarse de la escena. Si lo pensamos, «nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, […]. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños, con gestos cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos» (Cart. ap. Patris corde, introducción). Así, todos pueden hallar en san José, el hombre que pasa inobservado, el hombre de la presencia cotidiana, de la presencia discreta y escondida, un intercesor, un apoyo y una guía en los momentos de dificultad. Él nos recuerda que todos aquellos que están aparentemente escondidos o en «segunda línea» tienen un protagonismo sin igual en la historia de la salvación. El mundo necesita a estos hombres y a estas mujeres: hombres y mujeres en segunda línea, pero que sostienen el desarrollo de nuestra vida, de cada uno de nosotros, y que, con la oración, con el ejemplo, con la enseñanza nos sostienen en el camino de la vida.
En el Evangelio de Lucas, José aparece como el custodio de Jesús y de María. Y por esto es también «el Custodio de la Iglesia»: si ha sido el custodio de Jesús y de María, trabaja, ahora que está en los cielos, y sigue haciendo el custodio, en este caso de la Iglesia; «porque la Iglesia es la extensión del Cuerpo de Cristo en la historia, y al mismo tiempo en la maternidad de la Iglesia se refleja la maternidad de María». «José, a la vez que continúa protegiendo a la Iglesia» —por favor, no os olvidéis de esto: hoy, José protege la Iglesia— «sigue amparando al Niño y a su madre» (ibid., 5). Este aspecto de la custodia de José es la gran respuesta al pasaje del Génesis. Cuando Dios le pide a Caín que rinda cuentas sobre la vida de Abel, él responde: «¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?» (4,9). José, con su vida, parece querer decirnos que siempre estamos llamados a sentirnos custodios de nuestros hermanos, custodios de quien se nos ha puesto al lado, de quien el Señor nos encomienda a través de muchas circunstancias de la vida.
Una sociedad como la nuestra, que ha sido definida «líquida», porque parece no tener consistencia. Yo corregiré a ese filósofo que acuñó esta definición y diré: más que líquida, gaseosa, una sociedad propiamente gaseosa. Esta sociedad líquida, gaseosa encuentra en la historia de José una indicación bien precisa sobre la importancia de los vínculos humanos. De hecho, el Evangelio nos cuenta la genealogía de Jesús, además de por una razón teológica, para recordar a cada uno de nosotros que nuestra vida está hecha de vínculos que nos preceden y nos acompañan. El Hijo de Dios, para venir al mundo, ha elegido la vía de los vínculos, la vía de la historia: no bajó al mundo mágicamente, no. Hizo el camino histórico que hacemos todos nosotros.
Queridos hermanos y hermanas, pienso en muchas personas a las que les cuesta encontrar vínculos significativos en su vida, y precisamente por esto cojean, se sienten solos, no tienen la fuerza y la valentía para ir adelante. Quisiera concluir con una oración que les ayude y nos ayude a todos nosotros a encontrar en san José un aliado, un amigo y un apoyo.
San José,
tú que has custodiado el vínculo con María y con Jesús,
ayúdanos a cuidar las relaciones en nuestra vida.
Que nadie experimente ese sentido de abandono
que viene de la soledad.
Que cada uno se reconcilie con la propia historia,
con quien le ha precedido,
y reconozca también en los errores cometidos
una forma a través de la cual la Providencia se ha hecho camino,
y el mal no ha tenido la última palabra.
Muéstrate amigo con quien tiene mayor dificultad,
y como apoyaste a María y Jesús en los momentos difíciles,
apóyanos también a nosotros en nuestro camino. Amén.
Catequesis sobre san José – 1. San José y el ambiente en el que vivió
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El 8 de diciembre de 1870, el beato Pío IX proclamó a san José patrón de la Iglesia universal. Ahora, 150 años después de aquel acontecimiento, estamos viviendo un año especial dedicado a san José, y en la Carta Apostólica Patris corde he recogido algunas reflexiones sobre su figura. Nunca antes como hoy, en este tiempo marcado por una crisis global con diferentes componentes, puede servirnos de apoyo, consuelo y guía. Por eso he decidido dedicarle una serie de catequesis, que espero nos ayuden a dejarnos iluminar por su ejemplo y su testimonio. Durante algunas semanas hablaremos de san José.
En la Biblia hay más de diez personajes que llevan el nombre de José. El más importante de ellos es el hijo de Jacob y Raquel, que, a través de diversas peripecias, pasó de ser un esclavo a convertirse en la segunda persona más importante de Egipto después del faraón (cf. Gn 37-50). El nombre José en hebreo significa ‘que Dios acreciente’, ‘que Dios haga crecer”’. Es un deseo, una bendición fundada en la confianza en la providencia y referida especialmente a la fecundidad y al crecimiento de los hijos. De hecho, precisamente este nombre nos revela un aspecto esencial de la personalidad de José de Nazaret. Él es un hombre lleno de fe en su providencia: cree en la providencia de Dios, tiene fe en la providencia de Dios. Cada una de sus acciones, tal como se relata en el Evangelio, está dictada por la certeza de que Dios «hace crecer», que Dios «aumenta», que Dios «añade», es decir, que Dios dispone la continuación de su plan de salvación. Y en esto, José de Nazaret se parece mucho a José de Egipto.
También las principales referencias geográficas que se refieren a José: Belén y Nazaret, asumen un papel importante en la comprensión de su figura.
En el Antiguo Testamento la ciudad de Belén se llama con el nombre de Beth Lehem, es decir, ‘Casa del pan’, o también Efratá, por la tribu que se asentó allí. En árabe, en cambio, el nombre significa ‘Casa de la carne’, probablemente por el gran número de rebaños de ovejas y cabras presentes en la zona. De hecho, no es casualidad que, cuando nació Jesús, los pastores fueran los primeros testigos del acontecimiento (cf. Lc 2,8-20). A la luz del relato de Jesús, estas alusiones al pan y a la carne remiten al misterio de la Eucaristía: Jesús es el pan vivo bajado del cielo (cf. Jn 6,51). Él mismo dirá de sí: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna» (Jn 6,54).
Belén se menciona varias veces en la Biblia, ya en el libro del Génesis. Belén también está vinculada a la historia de Rut y Noemí, contada en el pequeño pero maravilloso Libro de Rut. Rut dio a luz a un hijo llamado Obed, que a su vez dio a luz a Jesé, el padre del rey David. Y fue de la línea de David de dónde provino José, el padre legal de Jesús. El profeta Miqueas predijo grandes cosas sobre Belén: «Mas tú, Belén-Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de ti me ha de salir aquel que ha de dominar en Israel» (Mi 5,2). El evangelista Mateo retomará esta profecía y la vinculará a la historia de Jesús como su evidente cumplimiento.
De hecho, el Hijo de Dios no eligió Jerusalén como lugar de su encarnación, sino Belén y Nazaret, dos pueblos periféricos, alejados del clamor de las noticias y del poder del tiempo. Sin embargo, Jerusalén era la ciudad amada por el Señor (cf. Is 62,1-12), la «ciudad santa» (Dn 3,28), elegida por Dios para habitarla (cf. Zac 8,3; Sal 132,13). Aquí, en efecto, habitaban los maestros de la Ley, los escribas y fariseos, los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo (cf. Lc 2,46; Mt 15,1; Mc 3,22; Jn 1,19; Mt 26,3).
Por eso la elección de Belén y Nazaret nos dice que la periferia y la marginalidad son predilectas de Dios. Jesús no nace en Jerusalén con toda la corte… no: nace en una periferia y pasó su vida, hasta los 30 años, en esa periferia, trabajando como carpintero, como José. Para Jesús, las periferias y las marginalidades son predilectas. No tomar en serio esta realidad equivale a no tomar en serio el Evangelio y la obra de Dios, que sigue manifestándose en las periferias geográficas y existenciales. El Señor actúa siempre a escondidas en las periferias, también en nuestra alma, en las periferias del alma, de los sentimientos, tal vez sentimientos de los que nos avergonzamos; pero el Señor está ahí para ayudarnos a ir adelante. El Señor continúa manifestándose en las periferias, tanto en las geográficas, como en las existenciales. En particular, Jesús va en busca de los pecadores, entra en sus casas, les habla, los llama a la conversión. Y también se le reprende por ello: «Pero mira a este Maestro» —dicen los doctores de la Ley— «mira a este Maestro: come con los pecadores, se ensucia, va a buscar a aquellos que no han hecho el mal, pero lo han sufrido: los enfermos, los hambrientos, los pobres, los últimos.» Siempre Jesús va hacia las periferias. Y esto nos debe dar mucha confianza, porque el Señor conoce las periferias de nuestro corazón, las periferias de nuestra alma, las periferias de nuestra sociedad, de nuestra ciudad, de nuestra familia, es decir, esa parte un poco oscura que no dejamos ver, tal vez por vergüenza.
Bajo este aspecto, la sociedad de aquella época no es muy diferente de la nuestra. También hoy hay un centro y una periferia. Y la Iglesia sabe que está llamada a anunciar la buena nueva a partir de las periferias. José, que es un carpintero de Nazaret y que confía en el plan de Dios para su joven prometida y para él mismo, recuerda a la Iglesia que debe fijar su mirada en lo que el mundo ignora deliberadamente. Hoy José nos enseña esto: a no mirar tanto a las cosas que el mundo alaba, a mirar los ángulos, a mirar las sombras, a mirar las periferias, lo que el mundo no quiere. Nos recuerda a cada uno de nosotros que debemos dar importancia a lo que otros descartan. En este sentido, es un verdadero maestro de lo esencial: nos recuerda que lo realmente valioso no llama nuestra atención, sino que requiere un paciente discernimiento para ser descubierto y valorado. Descubrir lo que vale. Pidámosle que interceda para que toda la Iglesia recupere esta mirada, esta capacidad de discernir y esta capacidad de evaluar lo esencial. Volvamos a empezar desde Belén, volvamos a empezar desde Nazaret.
Quisiera hoy enviar un mensaje a todos los hombres y mujeres que viven en las periferias geográficas más olvidadas del mundo o que viven situaciones de marginalidad existencial. Que puedan encontrar en san José el testigo y el protector al que mirar. A él podemos dirigirnos con esta oración, oración «hecha en casa», pero que ha salido del corazón:
San José,
tú que siempre te has fiado de Dios,
y has tomado tus decisiones
guiado por su providencia,
enséñanos a no contar tanto en nuestros proyectos,
sino en su plan de amor.
Tú que vienes de las periferias,
ayúdanos a convertir nuestra mirada
y a preferir lo que el mundo descarta y pone en los márgenes.
Conforta a quien se siente solo
y sostiene a quien se empeña en silencio
por defender la vida y la dignidad humana. Amén.
Mensaje para la Cuaresma 2022
Papa Francisco
11 de noviembre de 2021
Catequesis sobre la Carta a los Gálatas: 15. No nos dejemos vencer por el cansancio
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hemos llegado al final de las catequesis sobre la Carta a los Gálatas. ¡Sobre cuántos otros contenidos, presentes en este escrito de san Pablo, se habría podido reflexionar! La Palabra de Dios es una fuente inagotable. Y el Apóstol en esta Carta nos ha hablado como evangelizador, como teólogo y como pastor.
El santo obispo Ignacio de Antioquía tiene una bonita expresión, cuando escribe: «No hay, pues, más que un solo maestro, aquél que “ha hablado y todo ha sido hecho” y las cosas que ha hecho en el silencio son dignas de su Padre. Aquél que posee en verdad la palabra de Jesús puede entender también su silencio» (Ad Ephesios, 15,1-2). Podemos decir que el apóstol Pablo ha sido capaz de dar voz a este silencio de Dios. Sus intuiciones más originales nos ayudan a descubrir la impactante novedad encerrada en la revelación de Jesucristo. Ha sido un verdadero teólogo, que ha contemplado el misterio de Cristo y lo ha transmitido con su inteligencia creativa. Y también fue capaz de ejercer su misión pastoral hacia una comunidad perdida y confundida. Lo hizo con métodos diferentes: unas veces con la ironía, otras con el rigor, o con la mansedumbre… Reclamó su propia autoridad de apóstol, pero al mismo tiempo no escondió la debilidad de su carácter. La fuerza del Espíritu escavó realmente en su corazón: el encuentro con Cristo Resucitado conquistó y transformó toda su vida, y la dedicó íntegramente al servicio del Evangelio.
Pablo nunca pensó en un cristianismo de rasgos irénicos, desprovisto de empuje y de energía, al contrario. Defendió la libertad traída por Cristo con una pasión que todavía hoy conmueve, sobre todo si pensamos en los sufrimientos y la soledad que tuvo que sufrir. Estaba convencido de haber recibido una llamada a la que solo él podía responder; y quiso explicar a los gálatas que también ellos estaban llamados a esa libertad, que les liberaba de toda forma de esclavitud, porque les hacía herederos de la promesa antigua y, en Cristo, hijos de Dios. Y consciente de los riesgos que esta concepción de la libertad traía, nunca minimizó las consecuencias. Él era consciente de los riesgos que conlleva la libertad cristiana, pero no minimizó las consecuencias. Reiteró a los creyentes con parresia, es decir con valentía, que la libertad no equivale en absoluto a libertinaje, ni conduce a formas de presuntuosa autosuficiencia. Al contrario, Pablo puso la libertad a la sombra del amor y estableció su coherente ejercicio al servicio de la caridad. Toda esta visión fue puesta en el horizonte de la vida según el Espíritu Santo, que lleva a cumplimiento la Ley donada por Dios a Israel e impide recaer bajo la esclavitud del pecado. La tentación es siempre la de volver atrás. Una definición de los cristianos, que está en la Escritura, dice que nosotros cristianos no somos gente que va hacia atrás, que vuelve atrás. Una bonita definición. Y la tentación es esta de ir atrás para estar más seguros; volver solamente a la Ley, descuidando la vida nueva del Espíritu. Esto es lo que Pablo nos enseña: la verdadera Ley tiene su plenitud en esta vida del Espíritu que Jesús nos ha dado. Y esta vida del Espíritu puede ser vivida solamente en la libertad, la libertad cristiana. Y esta es una de las cosas más bellas.
Al finalizar este itinerario de catequesis, me parece que puede nacer en nosotros una doble actitud. Por un lado, la enseñanza del Apóstol genera en nosotros entusiasmo; nos sentimos impulsados a seguir en seguida el camino de la libertad, a «caminar según el Espíritu». Caminar siempre según el Espíritu: nos hace libres. Por otro lado, somos conscientes de nuestros límites, porque tocamos con la mano cada día lo difícil que es ser dóciles al Espíritu, apoyar su acción benéfica. Entonces puede surgir el cansancio que frena el entusiasmo. Nos sentimos desanimados, débiles, a veces marginados respecto al estilo de vida según la mentalidad mundana. San Agustín nos sugiere cómo reaccionar en esta situación, refiriéndose al episodio evangélico de la tormenta en el lago. Dice así: «La fe en Cristo en tu corazón es como Cristo presente en la nave. Escuchas insultos, te fatigas, te turbas: Cristo está dormido. ¡Despierta a Cristo, despierta tu fe! Algo puedes hacer, al menos cuando estés turbado: ¡despierta tu fe! Despierte Cristo y te diga… Despierta, pues, a Cristo… Cree lo dicho y se producirá en tu corazón una gran bonanza» (Sermones 163/B 6). En los momentos de dificultad estamos —dice san Agustín aquí— como en la barca en el momento de la tormenta. ¿Y qué hicieron los apóstoles? Despertaron a Cristo que durante la tormenta; pero Él estaba presente. Lo único que podemos hacer en los malos momentos es «despertar» a Cristo que está dentro de nosotros, pero «duerme» como en la barca. Es precisamente así. Debemos despertar a Cristo en nuestro corazón y solo entonces podremos contemplar las cosas con su mirada, porque Él ve más allá de la tormenta. A través de esa mirada serena, podemos ver un panorama que, solos, ni siquiera es concebible vislumbrar.
En este camino exigente pero fascinante, el Apóstol nos recuerda que no podemos permitirnos ningún cansancio en el hacer el bien. No os canséis de hacer el bien. Debemos confiar que el Espíritu siempre viene a ayudar en nuestra debilidad y nos concede el apoyo que necesitamos. ¡Por tanto, aprendamos a invocar más a menudo al Espíritu Santo! Alguno puede decir: «¿Y cómo se invoca al Espíritu Santo? Porque yo sé rezar al Padre, con el Padre Nuestro; sé rezar a la Virgen con el Ave María; sé rezar a Jesús con la Oración de las Llagas, ¿pero al Espíritu? ¿Cuál es la oración del Espíritu Santo?» La oración al Espíritu Santo es espontánea: debe nacer de tu corazón. Tú debes decir en los momentos de dificultad: «Espíritu Santo, ven.» La palabra clave es esta: «ven». Pero tienes que decirlo tú con tu lenguaje, con tus palabras. Ven, porque estoy en dificultad, ven porque estoy en la oscuridad, en la penumbra; ven porque no sé qué hacer; ven porque voy a caer. Ven. Ven. Es la palabra del Espíritu para llamar al Espíritu Santo. Aprendamos a invocar más a menudo al Espíritu Santo. Podemos hacerlo con palabras sencillas, en los diferentes momentos del día. Y podemos llevar con nosotros, quizá dentro de nuestro Evangelio de bolsillo, la bonita oración que la Iglesia recita en Pentecostés: «Ven Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre, don en tus dones espléndido. Luz que penetras las almas, fuente del mayor consuelo…». Ven. Y así prosigue, es una oración bellísima. El núcleo de la oración es «ven», así la Virgen y los apóstoles rezaban después de que Jesús subió al Cielo; estaban solos en el Cenáculo e invocaban al Espíritu. Nos hará bien rezar a menudo: Ven, Espíritu Santo. Y con la presencia del Espíritu nosotros salvaguardamos la libertad. Seremos libres, cristianos libres, no apegados al pasado en el sentido negativo de la palabra, no encadenados a prácticas, sino libres de libertad cristiana, la que nos hace madurar. Esta oración nos ayudará a caminar en el Espíritu, en la libertad y en la alegría, porque cuando viene el Espíritu Santo viene la alegría, la verdadera alegría. El Señor os bendiga.
Catequesis sobre la Carta a los Gálatas: 14. Caminar según el Espíritu
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el pasaje de la Carta a los Gálatas que acabamos de escuchar, san Pablo exhorta a los cristianos a caminar según el Espíritu Santo (cfr. 5,16.25). Hay un estilo: caminar según el Espíritu Santo. De hecho, creer en Jesús significa seguirlo, ir detrás de Él en su camino, como hicieron los primeros discípulos. Y significa al mismo tiempo evitar el camino opuesto, el del egoísmo, el de buscar el propio interés, que el Apóstol llama «apetencias de la carne» (v. 16). El Espíritu es la guía de este camino sobre la vía de Cristo, un camino maravilloso, pero también fatigoso, que empieza en el Bautismo y dura toda la vida. Pensemos en una larga excursión a la alta montaña: es fascinante, la meta nos atrae, pero requiere mucho esfuerzo y tenacidad.
Esta imagen puede ser útil para analizar las palabras del Apóstol: «caminar según el Espíritu», «dejarse guiar» por Él. Son expresiones que indican una acción, un movimiento, un dinamismo que impide detenerse en las primeras dificultades, pero que estimula a confiar en la «fuerza que viene del alto» (Pastor de Hermas, 43, 21). Recorriendo este camino, el cristiano adquiere una visión positiva de la vida. Esto no significa que el mal presente en el mundo haya desaparecido, o que hayan desaparecido los impulsos negativos del egoísmo y el orgullo; más bien quiere decir que creer en Dios es siempre más fuerte que nuestras resistencias y más grande que nuestros pecados. ¡Y esto es importante!
Mientras exhorta a los Gálatas a recorrer este camino, el Apóstol se pone a su nivel. Abandona el verbo imperativo —«caminad» (v. 16)— y usa el «nosotros» del indicativo: «obremos también según el Espíritu» (v. 25). Como diciendo: pongámonos a lo largo de la misma línea y dejémonos guiar por el Espíritu Santo. Es una exhortación, una forma exhortativa. Esta exhortación san Pablo la siente necesaria también para sí mismo. Incluso sabiendo que Cristo vive en él (cfr. 2,20), también está convencido de no haber alcanzado todavía la meta, la cima de la montaña (cfr. Fil 3,12). El Apóstol no se pone por encima de su comunidad, no dice: «Yo soy el jefe, vosotros sois los otros; y he llegado a lo alto de la montaña y vosotros estáis en camino» —no dice esto—, sino que se coloca en medio del camino de todos, para dar ejemplo concreto de lo necesario que es obedecer a Dios, correspondiendo cada vez más y siempre mejor a la guía del Espíritu. Y qué bonito cuando nosotros encontramos pastores que caminan con su pueblo y que no se separan de él. Es muy bonito esto, hace bien al alma.
Este «caminar según el Espíritu» no es solo una acción individual: también afecta a la comunidad en su conjunto. De hecho, construir la comunidad siguiendo el camino indicado por el Apóstol es emocionante, pero arduo. Las «apetencias de la carne», «las tentaciones» —digamos así—, que todos nosotros tenemos, es decir las envidias, los prejuicios, las hipocresías, los rencores, se siguen sintiendo, y recurrir a una rigidez preceptiva puede ser una tentación fácil, pero al hacerlo uno se saldría del camino de la libertad y, en lugar de subir a la cima, volvería hacia abajo. Recorrer el camino del Espíritu requiere en primer lugar dar espacio a la gracia y a la caridad. Hacer espacio a la gracia de Dios, no tener miedo. Pablo, después de haber hecho sentir de forma severa su voz, invita a los Gálatas a hacerse cargo cada uno de las dificultades del otro, y si alguno se equivoca, usar la mansedumbre (cfr. 5,22). Escuchemos sus palabras: «Hermanos, aun cuando alguno incurra en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate a ti mismo, pues también tú puedes ser tentado. Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas» (6,1-2). Una actitud muy diferente a la del chismorreo; no, esto no es según el Espíritu. Según el Espíritu es tener esta dulzura con el hermano al corregirlo y vigilar sobre nosotros mismos con humildad para no caer nosotros en esos pecados.
De hecho, cuando tenemos la tentación de juzgar mal a los otros, como sucede a menudo, debemos sobre todo reflexionar sobre nuestra fragilidad. ¡Qué fácil es criticar a los otros! Pero hay gente que parece tener una licenciatura en chismorreo. Todos los días critican a los demás. ¡Pero mírate a ti mismo! Está bien preguntarnos qué nos impulsa a corregir a un hermano o a una hermana, y si no somos de alguna manera corresponsables de su error. El Espíritu Santo, además de donarnos la mansedumbre, nos invita a la solidaridad, a llevar los pesos de los otros. ¡Cuántos pesos están presentes en la vida de una persona: la enfermedad, la falta de trabajo, la soledad, el dolor…! ¡Y cuántas otras pruebas que requieren la cercanía y el amor de los hermanos! Nos pueden ayudar también las palabras de san Agustín cuando comenta este mismo pasaje: «Por lo tanto, hermanos, si un hombre está implicado en alguna falta, […], instruidle con espíritu de mansedumbre. Y si levantas la voz, haya amor interiormente. Si exhortas, si acaricias, si corriges, si te muestras duro: ama y haz lo que quieres» (Sermones 163/B 3). Ama siempre. La regla suprema de la corrección fraterna es el amor: querer el bien de nuestros hermanos y de nuestras hermanas. Se trata de tolerar los problemas de los otros, los defectos de los otros en silencio en la oración, para después encontrar el camino adecuado para ayudarlo a corregirse. Y esto no es fácil. El camino más fácil es el del chismorreo. Despellejar al otro como si yo fuera perfecto. Y esto no se debe hacer. Mansedumbre. Paciencia. Oración. Cercanía.
Caminemos con alegría y con paciencia en este camino, dejándonos guiar por el Espíritu Santo.
Catequesis sobre la Carta a los Gálatas: 13. El fruto del Espíritu
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La predicación de san Pablo gira en torno a Jesús y su Misterio Pascual. El Apóstol, de hecho, se presenta como heraldo de Cristo, y de Cristo crucificado (cf. 1 Cor 2,2). A los gálatas, tentados de basar su religiosidad en la observancia de preceptos y tradiciones, les recuerda el centro de la salvación y de la fe: la muerte y la resurrección del Señor. Lo hace poniendo ante ellos el realismo de la cruz de Jesús. Escribe así: «¿Quién os fascinó a vosotros, a cuyos ojos fue presentado Jesucristo crucificado?» (Gál 3,1). ¿Quién os ha fascinado para alejaros de Cristo Crucificado? Es un momento feo de los Gálatas…
Incluso hoy en día, muchos buscan la certeza religiosa antes que al Dios vivo y verdadero, centrándose en rituales y preceptos en lugar de abrazar al Dios del amor con todo su ser. Y esta es la tentación de los nuevos fundamentalistas, de aquellos a quienes les parece que el camino a recorrer dé miedo y no van hacia adelante sino hacia atrás porque se sienten más seguros: buscan la seguridad de Dios y no al Dios de la seguridad. Por eso Pablo pide a los gálatas que vuelvan a lo esencial, a Dios que nos da la vida en Cristo crucificado. Da testimonio de ello en primera persona: «Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál 2, 20). Y hacia el final de la Carta, afirma: «En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!» (6,14).
Si nosotros perdemos el hilo de la vida espiritual, si mil problemas y pensamientos nos acosan, hagamos nuestros los consejos de Pablo: pongámonos ante Cristo Crucificado, partamos de nuevo de Él. Tomemos el Crucifijo entre las manos, apretémoslo sobre el corazón. O detengámonos en adoración ante la Eucaristía, donde Jesús es el Pan partido por nosotros, el Crucificado resucitado, el poder de Dios que derrama su amor en nuestros corazones.
Y ahora, de nuevo guiados por san Pablo, demos un paso más. Preguntémonos: ¿Qué ocurre cuando nos encontramos con Jesús Crucificado en la oración? Lo que sucede es lo que ocurrió bajo la Cruz: Jesús entrega el Espíritu (cf. Jn 19,30), es decir, da su propia vida. Y el Espíritu, que brota de la Pascua de Jesús, es el principio de la vida espiritual. Es Él quien cambia el corazón: no nuestras obras. Es Él el que cambia el corazón, no las cosas que nosotros hacemos, sino que la acción del Espíritu Santo en nosotros cambia el corazón. Es Él quien guía a la Iglesia, y nosotros estamos llamados a obedecer su acción, que extiende dónde y cómo quiere. Además, fue precisamente la constatación de que el Espíritu Santo descendía sobre todos y que su gracia actuaba sin exclusión lo que convenció, incluso a los más reacios, de que el Evangelio de Jesús estaba destinado a todos y no a unos pocos privilegiados. Y aquellos que buscan la seguridad, el pequeño grupo, las cosas claras como entonces, se alejan del Espíritu, no dejan que la libertad del Espíritu entre en ellos. Así, la vida de la comunidad se regenera en el Espíritu Santo; y es siempre gracias a Él que alimentamos nuestra vida cristiana y llevamos adelante nuestra lucha espiritual.
Precisamente el combate espiritual es otra gran enseñanza de la Carta a los Gálatas. El Apóstol presenta dos frentes opuestos: por un lado, las «obras de la carne», por otro el «fruto del Espíritu». ¿Qué son las obras de la carne? Son comportamientos contrarios al Espíritu de Dios. El Apóstol las llama obras de la carne no porque haya algo malo o incorrecto en nuestra carne humana; por el contrario, hemos visto cómo insiste en el realismo de la carne humana llevada por Cristo en la cruz. Carne es una palabra que indica al hombre en su dimensión terrenal, cerrado en sí mismo, en una vida horizontal, donde se siguen los instintos mundanos y se cierra la puerta al Espíritu, que nos eleva y nos abre a Dios y a los demás. Pero la carne también nos recuerda que todo esto envejece, que todo esto pasa, se pudre, mientras que el Espíritu da vida. Pablo enumera, por lo tanto, las obras de la carne, que se refieren al uso egoísta de la sexualidad, a las prácticas mágicas que son idolatría y a lo que socava las relaciones interpersonales, como «discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias…» (cf. Gál 5,19-21). Todo esto es el fruto —digámoslo así— de la carne, de un comportamiento solamente humano, «enfermizamente» humano. Porque lo humano tiene sus valores, pero todo esto es «enfermizamente» humano.
El fruto del Espíritu, en cambio, es «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gál 5,22): así lo dice Pablo. Los cristianos, que en el bautismo se han «revestido de Cristo» (Gál 3,27), están llamados a vivir así. Puede ser un buen ejercicio espiritual, por ejemplo, leer la lista de san Pablo y mirar la propia conducta, para ver si se corresponde, si nuestra vida es realmente según el Espíritu Santo, si lleva estos frutos. ¿Mi vida produce estos frutos de amor, alegría, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí? Por ejemplo, los tres primeros enumerados son el amor, la paz y la alegría: aquí se reconoce a una persona habitada por el Espíritu Santo. Una persona que está en paz, que está alegre y que ama: con estas tres pistas se ve la acción del Espíritu.
Esta enseñanza del Apóstol supone también un gran reto para nuestras comunidades. A veces, quienes se acercan a la Iglesia tienen la impresión de encontrarse ante una densa masa de mandatos y preceptos: pero no, esto no es la Iglesia. Esto puede ser cualquier asociación. Pero, en realidad, no se puede captar la belleza de la fe en Jesucristo partiendo de demasiados mandamientos y de una visión moral que, desarrollándose en muchas corrientes, puede hacernos olvidar la fecundidad original del amor, nutrido de oración que da la paz y de testimonio alegre. Del mismo modo, la vida del Espíritu expresada en los sacramentos no puede ser sofocada por una burocracia que impida el acceso a la gracia del Espíritu, autor de la conversión del corazón. Y cuántas veces, nosotros mismos, sacerdotes u obispos, ponemos tanta burocracia para dar un Sacramento, para acoger a la gente, que en consecuencia dice: «No, esto no me gusta» y se va, y no ve en nosotros, muchas veces, la fuerza del Espíritu que regenera, que nos hace nuevos. Por lo tanto, tenemos la gran responsabilidad de anunciar a Cristo crucificado y resucitado, animados por el soplo del Espíritu de amor. Porque sólo este Amor tiene el poder de atraer y cambiar el corazón del hombre.
Catequesis sobre la Carta a los Gálatas: 12. La libertad se realiza en la caridad
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En estos días estamos hablando de la libertad de la fe, escuchando la Carta a los Gálatas. Pero me ha venido a la mente lo que Jesús decía sobre la espontaneidad y la libertad de los niños, cuando este niño ha tenido la libertad de acercarse y moverse como si estuviera en su casa… Y Jesús nos dice: “También vosotros, si no hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los Cielos”. La valentía de acercarse al Señor, de estar abiertos al Señor, de no tener miedo del Señor: yo doy las gracias a este niño por la lección que nos ha dado a todos nosotros. Y que el Señor lo ayude en su limitación, en su crecimiento porque ha dado este testimonio que le ha venido del corazón. Los niños no tienen un traductor automático del corazón a la vida: el corazón va adelante.
El apóstol Pablo, con su Carta a los Gálatas, poco a poco nos introduce en la gran novedad de la fe, lentamente. Es realmente una gran novedad, porque no renueva solo algún aspecto de la vida, sino que nos lleva dentro de esa “vida nueva” que hemos recibido con el Bautismo. Allí se ha derramado sobre nosotros el don más grande, el de ser hijos de Dios. Renacidos en Cristo, hemos pasado de una religiosidad hecha de preceptos a la fe viva, que tiene su centro en la comunión con Dios y con los hermanos, es decir, en la caridad. Hemos pasado de la esclavitud del miedo y del pecado a la libertad de los hijos de Dios. Otra vez la palabra libertad.
Hoy trataremos de entender mejor cuál es para el apóstol el corazón de esta libertad. Pablo afirma que la libertad está lejos de ser «un pretexto para la carne» (Gal 5,13): la libertad no es un vivir libertino, según la carne o según el instinto, los deseos individuales y los propios impulsos egoístas; al contrario, la libertad de Jesús nos conduce a estar —escribe el apóstol— «al servicio los unos de los otros» (ibid.). ¿Pero esto es esclavitud? Pues sí, la libertad en Cristo tiene alguna “esclavitud”, alguna dimensión que nos lleva al servicio, a vivir para los otros. La verdadera libertad, en otras palabras, se expresa plenamente en la caridad. Una vez más nos encontramos delante de la paradoja del Evangelio: somos libres en el servir, no en el hacer lo que queremos. Somos libres en el servir, y ahí viene la libertad; nos encontramos plenamente en la medida en que nos donamos. Nos encontramos plenamente a nosotros en la medida en que nos donamos, tenemos la valentía de donarnos; poseemos la vida si la perdemos (cfr. Mc 8,35). Esto es Evangelio puro.
¿Pero cómo se explica esta paradoja? La respuesta del apóstol es tan sencilla como comprometedora: «mediante el amor» (Gal 5,13). No hay libertad sin amor. La libertad egoísta del hacer lo que quiero no es libertad, porque vuelve sobre sí misma, no es fecunda. Es el amor de Cristo que nos ha liberado y también es el amor que nos libera de la peor esclavitud, la del nuestro yo; por eso la libertad crece con el amor. Pero atención: no con el amor intimístico, con el amor de telenovela, no con la pasión que busca simplemente lo que nos apetece y nos gusta, sino con el amor que vemos en Cristo, la caridad: este es el amor verdaderamente libre y liberador. Es el amor que brilla en el servicio gratuito, modelado sobre el de Jesús, que lava los pies a sus discípulos y dice: «Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13,15). Servir los unos a los otros.
Para Pablo la libertad no es “hacer lo que me apetece y me gusta”. Este tipo de libertad, sin un fin y sin referencias, sería una libertad vacía, una libertad de circo: no funciona. Y de hecho deja el vacío dentro: cuántas veces, después de haber seguido solo el instinto, nos damos cuenta de quedar con un gran vacío dentro y haber usado mal el tesoro de nuestra libertad, la belleza de poder elegir el verdadero bien para nosotros y para los otros. Solo esta libertad es plena, concreta, y nos inserta en la vida real de cada día. La verdadera libertad nos libera siempre, sin embargo cuando buscamos esa libertad de “lo que me gusta y no me gusta”, al final permanecemos vacíos.
En otra carta, la primera a los Corintios, el apóstol responde a quien sostiene una idea equivocada de libertad. «Todo es lícito», dicen estos. «Mas no todo es conveniente», responde Pablo. «Todo es lícito», «mas no todo edifica», responde el apóstol. Y añade: «Que nadie procure su propio interés, sino el de los demás» (1 Cor 10,23-24). Esta es la regla para desenmascarar cualquier libertad egoísta. También a quien está tentado de reducir la libertad solo a los propios gustos, Pablo le pone delante de la exigencia del amor. La libertad guiada por el amor es la única que hace libres a los otros y a nosotros mismos, que sabe escuchar sin imponer, que sabe querer sin forzar, que edifica y no destruye, que no explota a los demás para su propia conveniencia y les hace el bien sin buscar su propio beneficio. En resumen, si la libertad no está al servicio —este es el test— si la libertad no está al servicio del bien corre el riesgo de ser estéril y no dar fruto. Sin embargo, la libertad animada por el amor conduce hacia los pobres, reconociendo en sus rostros el de Cristo. Por eso el servicio de los unos hacia los otros permite a Pablo, escribiendo a los Gálatas, subrayar algo de ninguna manera secundario. Así, hablando de la libertad que le dieron los otros apóstoles para evangelizar, subraya que le aconsejaron solo una cosa: acordarse de los pobres (cfr. Gal 2,10). Esto es interesante. Cuando después de esa lucha ideológica entre Pablo y los apóstoles se pusieron de acuerdo, los apóstoles le dijeron: “Sigue adelante, sigue adelante y no te olvides de los pobres”, es decir que tu libertad de predicador sea una libertad al servicio de los otros, no para ti mismo, para hacer lo que te gusta.
Sabemos sin embargo que una de las concepciones modernas más difundidas sobre la libertad es esta: “mi libertad termina donde empieza la tuya”. ¡Pero aquí falta la relación, el vínculo! Es una visión individualista. Sin embargo, quien ha recibido el don de la liberación obrada por Jesús no puede pensar que la libertad consiste en el estar lejos de los otros, sintiéndoles como molestia, no puede ver el ser humano encaramado en sí mismo, sino siempre incluido en una comunidad. La dimensión social es fundamental para los cristianos, y les consiente mirar al bien común y no al interés privado.
Sobre todo en este momento histórico, necesitamos redescubrir la dimensión comunitaria, no individualista, de la libertad: la pandemia nos ha enseñado que necesitamos los unos de los otros, pero no basta con saberlo, es necesario elegirlo cada día concretamente, decidir sobre ese camino. Decimos y creemos que los otros no son un obstáculo a mi libertad, sino que son la posibilidad para realizarla plenamente. Porque nuestra libertad nace del amor de Dios y crece en la caridad.
Catequesis 11. La libertad cristiana, fermento universal de liberación
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro itinerario de catequesis sobre la Carta a los Gálatas, hemos podido enfocarnos en cuál es para san Pablo el núcleo central de la libertad: el hecho de que, con la muerte y resurrección de Jesucristo, hemos sido liberados de la esclavitud del pecado y de la muerte. En otros términos: somos libres porque hemos sido liberados, liberados por gracia —no por pagar— liberados por el amor, que se convierte en la ley suprema y nueva de la vida cristiana. El amor: nosotros somos libres porque hemos sido liberados gratuitamente. Este es precisamente el punto clave.
Hoy quisiera subrayar cómo esta novedad de vida nos abre a acoger a cada pueblo y cultura y al mismo tiempo abre a cada pueblo y cultura a una libertad más grande. San Pablo, de hecho, dice que para quien se adhiere a Cristo ya no cuenta ser judío o pagano. Cuenta solo «la fe que actúa por la caridad» (Gal 5,6). Creer que hemos sido liberados y creer en Jesucristo que nos ha liberado: esta es la fe activa por la caridad. Los detractores de Pablo —esos fundamentalistas que habían llegado allí— lo atacaban por esta novedad, sosteniendo que él había tomado esta posición por oportunismo pastoral, es decir para “gustar a todos”, minimizando las exigencias recibidas de su más estricta tradición religiosa. Es el mismo discurso de los fundamentalistas de hoy: la historia se repite siempre. Como se ve, la crítica en relación con toda novedad evangélica no es solo de nuestros días, sino que tiene una larga historia a las espaldas. Aun así, Pablo no permanece en silencio. Responde con parresia —es una palabra griega que indica valentía, fuerza— y dice: «Porque ¿busco yo ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿O es que intento agradar a los hombres? Si todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo» (Gal 1,10). Ya en su primera Carta a los Tesalonicenses se había expresado en términos parecidos, diciendo que en su predicación nunca había usado «palabras aduladoras, ni con pretextos de codicia, […] ni buscando gloria humana» (1 Ts 2,5-6), que son los caminos del “fingir”; una fe que no es fe, es mundanidad.
El pensamiento de Pablo se muestra una vez más de una profundidad inspirada. Acoger la fe conlleva para él renunciar no al corazón de las culturas y de las tradiciones, sino solo a lo que puede obstaculizar la novedad y la pureza del Evangelio. Porque la libertad obtenida de la muerte y resurrección del Señor no entra en conflicto con las culturas, con las tradiciones que hemos recibido, sino que más bien introduce en ellas una libertad nueva, una novedad liberadora, la del Evangelio. La liberación obtenida con el bautismo, de hecho, nos permite adquirir la plena dignidad de hijos de Dios, de forma que, mientras permanecemos bien arraigados en nuestras raíces culturales, al mismo tiempo nos abrimos al universalismo de la fe que entra en toda cultura, reconoce las semillas de verdad presentes y las desarrolla llevando a plenitud el bien contenido en ellas. Aceptar que nosotros hemos sido liberados por Cristo —su pasión, su muerte, su resurrección— es aceptar y llevar la plenitud también a las diferentes tradiciones de cada pueblo. La verdadera plenitud.
En la llamada a la libertad descubrimos el verdadero sentido de la inculturación del Evangelio. ¿Cuál es este verdadero sentido? Ser capaces de anunciar la Buena Noticia de Cristo Salvador respetando lo que de bueno y verdadero existe en las culturas. ¡No es algo fácil! Son muchas las tentaciones de querer imponer el proprio modelo de vida como si fuera el más evolucionado y el más atractivo. ¡Cuántos errores se han realizado en la historia de la evangelización queriendo imponer un solo modelo cultural! ¡La uniformidad como regla de vida no es cristiana! ¡La unidad sí, la uniformidad no! A veces, no se ha renunciado ni siquiera a la violencia para que prevalezca el propio punto de vista. Pensemos en las guerras. De esta manera, se ha privado a la Iglesia de la riqueza de muchas expresiones locales que llevan consigo la tradición cultural de enteras poblaciones. ¡Pero esto es exactamente lo contrario de la libertad cristiana! Por ejemplo, me viene a la mente cuando se ha afirmado la forma de hacer apostolado en China con padre Ricci o en India con padre De Nobili. … [Algunos decían]: “¡Y no, eso no es cristiano!”. Sí, es cristiano, está en la cultura del pueblo.
En resumen, la visión de la libertad propia de Pablo está completamente iluminada y fecundada por el misterio de Cristo, que en su encarnación —recuerda el Concilio Vaticano II— se ha unido, en cierto modo, con todo hombre (cfr. Const. past. Gaudium et spes, 22). Y esto quiere decir que no hay uniformidad, sin embargo, hay variedad, pero variedad unida. De aquí deriva el deber de respetar la proveniencia cultural de cada persona, incluyéndola en un espacio de libertad que no sea restringido por alguna imposición dada por una sola cultura predominante. Este es el sentido de llamarnos católicos, de hablar de Iglesia católica: no es una denominación sociológica para distinguirnos de otros cristianos. Católico es un adjetivo que significa universal: la catolicidad, la universalidad. Iglesia universal, es decir, católica, quiere decir que la Iglesia tiene en sí, en su naturaleza misma, la apertura a todos los pueblos y las culturas de todo tiempo, porque Cristo ha nacido, muerto y resucitado por todos.
Por otro lado, la cultura está, por su misma naturaleza, en continúa transformación. Se puede pensar en cómo somos llamados a anunciar el Evangelio en este momento histórico de gran cambio cultural, donde una tecnología cada vez más avanzada parece tener el predominio. Si pretendiéramos hablar de la fe como se hacía en los siglos pasados correríamos el riesgo de no ser comprendidos por las nuevas generaciones. La libertad de la fe cristiana —la libertad cristiana— no indica una visión estática de la vida y de la cultura, sino una visión dinámica, una visión dinámica también de la tradición. La tradición crece pero siempre con la misma naturaleza. Por tanto, no pretendamos tener posesión de la libertad. Hemos recibido un don para custodiar. Y es más bien la libertad que nos pide a cada uno estar en un constante camino, orientados hacia su plenitud. Es la condición de peregrinos; es el estado de caminantes, en un continuo éxodo: liberados de la esclavitud para caminar hacia la plenitud de la libertad. Y este es el gran don que nos ha dado Jesucristo. El Señor nos ha liberado de la esclavitud gratuitamente y nos ha puesto en el camino para caminar en la plena libertad.
Homilía del Papa Francisco en la misa de apertura del Sínodo sobre la sinodalidad
Papa Francisco
10 de octubre de 2021
Catequesi sobre la Carta als Gàlates: 10. Crist ens ha alliberat
Benvolguts germans i germanes, bon dia!
Reprenem avui la nostra reflexió sobre la Carta als gàlates. En ella, sant Pau ha escrit paraules immortals sobre la llibertat cristiana. Què és la llibertat cristiana? Avui ens detindrem en aquest tema: la llibertat cristiana.
La llibertat és un tresor que s’aprecia realment només quan es perd. Per a molts de nosaltres, acostumats a viure en la llibertat, sovint apareix més com un dret adquirit que com un do i una herència per a custodiar. Quants malentesos entorn del tema de la llibertat, i quantes visions diferents s’han enfrontat al llarg dels segles!
En el cas dels gàlates, l’Apòstol no podia suportar que aquells cristians, després d’haver conegut i acollit la veritat de Crist, es deixessin atraure per propostes enganyoses, passant de la llibertat a l’esclavatge: de la presència alliberadora de Jesús a l’esclavatge del pecat, del legalisme, etc. També avui el legalisme és un problema nostre, de molts cristians que es refugien en el legalisme, en la casuística. Pau invita els cristians a restar ferms en la llibertat que han rebut amb el baptisme, sense deixar-se posar de nou sota «el jou de l’esclavatge» (Ga 5,1). Ell és justament zelós amb la llibertat. És conscient que alguns «falsos germans» —els anomena així— s’han infiltrat dins la comunitat per a «espiar la llibertat que tenim en Jesucrist i reduir-nos a l’esclavatge» (Ga 2,4), tornar enrere, i Pau això no pot tolerar-ho. Una predicació que impedís la llibertat en Crist mai no seria evangèlica: potser seria pelagiana o jansenista o alguna cosa així, però no evangèlica. Mai no es pot forçar en el nom de Jesús, no es pot fer a ningú esclau en nom de Jesús que ens fa lliures. La llibertat és un do que se’ns ha donat en el baptisme.
Però l’ensenyament de sant Pau sobre la llibertat és sobretot positiva. L’Apòstol proposa l’ensenyament de Jesús, que trobem també a l’Evangeli de Joan: «Si us manteniu ferms en la meva paraula, realment sou deixebles meus; coneixereu la veritat, i la veritat us farà lliures» (8,31-32). La crida, per tant, és sobretot a romandre en Jesús, font de la veritat que ens fa lliures. La llibertat cristiana es fonamenta damunt dos pilars fonamentals: primer, la gràcia del Senyor Jesús; segon, la veritat que Crist ens revela i que és ell mateix.
En primer lloc, és do del Senyor. La llibertat que els gàlates han rebut —i nosaltres com ells amb el baptisme— és fruit de la mort i resurrecció de Jesús. L’Apòstol concentra tota la seva predicació damunt Crist, que l’ha alliberat dels vincles amb la seva vida passada: només d’ell brollen els fruits de la vida nova d’acord amb l’Esperit. De fet, la llibertat més veritable, la de l’esclavatge del pecat, ha brollat de la creu de Crist. Som lliures de l’esclavatge del pecat per la creu de Crist. Precisament allí on Jesús s’ha deixat clavar, s’ha fet esclau, Déu ha posat la font de l’alliberament de l’home. Això no deixa de sorprendre’ns: que el lloc on som despullats de tota llibertat, és a dir, la mort, pugui convertir-se en font de la llibertat. Però aquest és el misteri de l’amor de Déu: no s’entén fàcilment, es viu. Jesús mateix ho havia anunciat quan va dir: «El Pare m’estima, perquè dono la vida i després la recobro. Ningú no me la pren, soc jo qui la dono lliurement. Tinc poder de donar-la i tinc poder de recobrar-la» (Jn 10,17-18). Jesús porta a terme la seva plena llibertat en lliurar-se a la mort. Ell sap que només d’aquesta manera pot obtenir la vida per a tots.
Pau, ho sabem, havia experimentat en primera persona aquest misteri d’amor. Per això diu als gàlates, amb una expressió extremadament audaç: «Estic crucificat amb Crist» (Ga 2,19). En aquell acte de suprema unió amb el Senyor ell sap que ha rebut el do més gran de la seva vida: la llibertat. Damunt la Creu, de fet, ha clavat «totes les passions i tots els desigs terrenals» (5,24). Comprenem quanta fe animava l’Apòstol, com n’era, de gran, la seva intimitat amb Jesús, i mentre, per un costat, sentim que a nosaltres ens manca això, per un altre, el testimoniatge de l’Apòstol ens anima a anar endavant en aquesta vida lliure. El cristià és lliure, ha de ser lliure i està cridat a no tornar a ser esclau de preceptes, de coses rares.
El segon pilar de la llibertat és la veritat. També en aquest cas cal recordar que la veritat de la fe no és una teoria abstracta, sinó la realitat de Crist viu, que toca directament el sentit quotidià i general de la vida personal. Quanta gent hi ha que no ha estudiat, ni tan sols sap llegir ni escriure, però ha entès bé el missatge de Crist, té aquesta saviesa que els fa lliures. És la saviesa de Crist que ha entrat a través de l’Esperit Sant amb el baptisme. Quanta gent veiem que viu la vida de Crist més que no pas els gran teòlegs, per exemple, oferint un testimoniatge gran de la llibertat de l’Evangeli. La llibertat fa lliures en la mesura en què transforma la vida d’una persona i l’orienta cap al bé. Per a ser realment lliures necessitem no sols conèixer-nos a nosaltres mateixos, a nivell psicològic, sinó sobretot fer veritat en nosaltres mateixos, a un nivell més profund. I allí, en el cor, obrir-nos a la gràcia de Crist. La veritat no ens ha d’inquietar. Tornem a aquesta paraula tan cristiana: la inquietud. Per què? Perquè la inquietud és el senyal que l’Esperit Sant està treballant dins nostre, i la llibertat és una llibertat activa, suscitada per la gràcia de l’Esperit Sant. Per això dic que la llibertat ens ha d’inquietar, ens ha de plantejar contínuament preguntes, per tal que puguem anar sempre més al fons del que realment som. Descobrim d’aquesta manera que el de la veritat i la llibertat és un camí fatigós que dura tota la vida. És fatigós romandre lliure, és fatigós; però no és impossible. Ànim, anem endavant amb això, ens farà bé. És un camí en el qual ens guia i ens sosté l’Amor que ve de la Creu: l’Amor que ens revela la veritat i ens dona la llibertat. I aquest és el camí de la felicitat. La llibertat ens fa lliures, ens fa alegres, ens fa feliços.
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Catequesis sobre la Carta a los Gálatas: 9. La vida en la fe
Hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro recorrido para comprender mejor la enseñanza de san Pablo, nos encontramos hoy con un tema difícil pero importante, el de la justificación. ¿Qué es la justificación? Nosotros, de pecadores, nos hemos convertido en justos. ¿Quién nos ha hecho justos? Este proceso de cambio es la justificación. Nosotros, ante Dios, somos justos. Es verdad, tenemos nuestros pecados personales, pero en la base somos justos. Esta es la justificación. Se ha discutido mucho sobre este argumento para encontrar la interpretación más coherente con el pensamiento del apóstol y, como sucede a menudo, se ha llegado también a contraponer las posiciones. En la Carta a los Gálatas, como también en la de los Romanos, Pablo insiste en el hecho de que la justificación viene de la fe en Cristo. «¡Pero, yo soy justo porque cumplo todos los mandamientos!» Sí, pero de ahí no te viene la justificación, te viene antes: alguien te ha justificado, alguien te ha hecho justo ante Dios. «¡Sí, pero soy pecador!» Sí eres justo, pero pecador, pero en la base eres justo. ¿Quién te ha hecho justo? Jesucristo. Esta es la justificación.
¿Qué se esconde detrás de la palabra «justificación» que es tan decisiva para la fe? No es fácil llegar a una definición exhaustiva, pero en el conjunto del pensamiento de san Pablo se puede decir sencillamente que la justificación es la consecuencia de la «iniciativa misericordiosa de Dios que otorga el perdón» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1990). Y este es nuestro Dios, así tan bueno, misericordioso, paciente, lleno de misericordia, que continuamente da el perdón, continuamente. Él perdona, y la justificación es Dios que perdona desde el inicio a cada uno, en Cristo. La misericordia de Dios que nos da el perdón. Dios, de hecho, a través de la muerte de Jesús —y esto debemos subrayarlo: a través de la muerte de Jesús— ha destruido el pecado y nos ha donado de forma definitiva el perdón y la salvación. Así justificados, los pecadores son acogidos por Dios y reconciliados con Él. Es como un regreso a la relación original entre el Creador y la criatura, antes de que interviniera la desobediencia del pecado. La justificación que Dios realiza, por tanto, nos permite recuperar la inocencia perdida con el pecado. ¿Cómo ocurre la justificación? Responder a esta pregunta equivale a descubrir otra novedad de la enseñanza de san Pablo: que la justificación ocurre por gracia. Solo por gracia: nosotros hemos sido justificados por pura gracia. «¿Pero yo no puedo, como hacen algunos, ir donde el juez y pagar para que me de justicia?» No, en esto no se puede pagar, ha pagado uno por todos nosotros: Cristo. Y de Cristo que ha muerto por nosotros viene esa gracia que el Padre da a todos: la justificación ocurre por gracia.
El apóstol siempre tiene presente la experiencia que cambió su vida: el encuentro con Jesús resucitado en el camino a Damasco. Pablo había sido un hombre orgulloso, religioso, celante, convencido de que en la escrupulosa observancia de los preceptos estaba la justicia. Ahora, sin embargo, ha sido conquistado por Cristo, y la fe en Él lo ha transformado en lo profundo, permitiéndole descubrir una verdad hasta ahora escondida: no somos nosotros con nuestros esfuerzos que nos volvemos justos, no: no somos nosotros; sino que es Cristo con su gracia quien nos hace justos. Entonces Pablo, para tener una plena conciencia del misterio de Jesús, está dispuesto a renunciar a todo en lo que antes era rico (cfr. Fil 3,7), porque ha descubierto que solo la gracia de Dios lo ha salvado. Nosotros hemos sido justificados, hemos sido salvados por pura gracia, no por nuestros méritos. Y esto nos da una confianza grande. Somos pecadores, sí; pero vamos por el camino de la vida con esta gracia de Dios que nos justifica cada vez que nosotros pedimos perdón. Pero no justifica en ese momento: somos ya justificados, pero viene a perdonarnos otra vez.
La fe tiene para el apóstol un valor global. Toca cada momento y cada aspecto de la vida del creyente: desde el bautismo hasta la partida de este mundo, todo está impregnado de la fe en la muerte y resurrección de Jesús, que dona la salvación. La justificación por fe subraya la prioridad de la gracia, que Dios ofrece a los que creen en su Hijo sin distinción alguna.
Por eso no debemos concluir, por tanto, que para Pablo la Ley mosaica ya no tenga valor; esta, de hecho, permanece un don irrevocable de Dios, es —escribe el apóstol— «santa» (Rm 7,12). También para nuestra vida espiritual es esencial cumplir los mandamientos, pero tampoco en esto podemos contar con nuestras fuerzas: es fundamental la gracia de Dios que recibimos en Cristo, esa gracia que nos viene de la justificación que nos ha dado Cristo, que ya ha pagado por nosotros. De Él recibimos ese amor gratuito que nos permite, a su vez, amar de forma concreta.
En este contexto, está bien recordar también la enseñanza que proviene del apóstol Santiago, quien escribe: «Ya veis como el hombre es justificado por las obras y no por la fe solamente —parecería lo contrario, pero no es lo contrario— […] Porque así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta» (St 2,24.26). La justificación, si no florece con nuestras obras, estará ahí, bajo tierra, como muerta. Está, pero nosotros debemos realizarla con nuestras obras. Así las palabras de Santiago integran la enseñanza de Pablo. Para ambos, por tanto, la respuesta de la fe exige ser activos en el amor por Dios y en el amor por el prójimo. ¿Por qué «activos en ese amor»? Porque ese amor nos ha salvado a todos, nos ha justificado gratuitamente, ¡gratis!
La justificación nos introduce en la larga historia de la salvación, que muestra la justicia de Dios: frente a nuestras continuas caídas y a nuestras insuficiencias, Él no se ha resignado, sino que ha querido hacernos justos y lo ha hecho por gracia, a través del don de Jesucristo, de su muerte y resurrección. Algunas veces he dicho cómo es la forma de actuar de Dios, cuál es el estilo de Dios, y lo he dicho con tres palabras: el estilo de Dios es la cercanía, compasión y ternura. Siempre está cerca de nosotros, es compasivo y tierno. Y la justificación es precisamente la cercanía más grande de Dios con nosotros, hombres y mujeres, la compasión más grande de Dios hacia nosotros, hombres y mujeres, la ternura más grande del Padre. La justificación es este don de Cristo, de la muerte y resurrección de Cristo que nos hace libres. «Pero, Padre, yo soy pecador, he robado…» Sí, pero en la base eres un justo. Deja que Cristo haga esa justificación. Nosotros no somos condenados, en la base, no: somos justos. Permitidme la palabra: somos santos, en la base. Pero después, con nuestra obra nos convertimos en pecadores. Pero, en la base, somos santos: dejemos que la gracia de Cristo emerja y esa justicia, esa justificación nos dé la fuerza de ir adelante. Así, la luz de la fe nos permite reconocer cuánto es infinita la misericordia de Dios, la gracia que obra por nuestro bien. Pero la misma luz nos hace también ver la responsabilidad que se nos ha encomendado para colaborar con Dios en su obra de salvación. La fuerza de la gracia tiene que combinarse con nuestras obras de misericordia, que somos llamados a vivir para testimoniar qué grande es el amor de Dios. Vamos adelante con esta confianza: todos hemos sido justificados, somos justos en Cristo. Debemos implementar esta justicia con nuestras obras.
Mensaje para la XXXVI Jornada Mundial de la Joventud
Papa Francisco
14 de septiembre de 2021
Catequesis sobre la Carta a los Gálatas: 8. Somos hijos de Dios
Hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Proseguimos nuestro itinerario de profundización de la fe —de nuestra fe— a la luz de la Carta de san Pablo a los Gálatas. El apóstol insiste con esos cristianos para que no olviden la novedad de la revelación de Dios que se les ha anunciado. Plenamente de acuerdo con el evangelista Juan (cf. 1Jn 3,1-2), Pablo subraya que la fe en Jesucristo nos ha permitido convertirnos realmente en hijos de Dios y también en sus herederos. Nosotros, los cristianos, a menudo damos por descontado esta realidad de ser hijos de Dios. Sin embargo, siempre es bueno recordar de forma agradecida el momento en el que nos convertimos en ello, el de nuestro bautismo, para vivir con más consciencia el gran don recibido.
Si yo hoy preguntara: ¿quién de vosotros sabe la fecha de su bautismo?, creo que las manos levantadas no serían muchas. Y sin embargo es la fecha en la cual hemos sido salvados, es la fecha en la cual nos hemos convertido en hijos de Dios. Ahora, aquellos que no la conocen que pregunten al padrino, a la madrina, al padre, a la madre, al tío, a la tía: «¿Cuándo fui bautizado? ¿Cuándo fui bautizada?»; y recordar cada año esa fecha: es la fecha en la cual fuimos hechos hijos de Dios. ¿De acuerdo? ¿Haréis esto? [responden: ¡sí!] Es un «sí» así ¿eh? [ríen] Sigamos adelante…
De hecho, una vez «llegada la fe» en Jesucristo (v. 25), se crea la condición radicalmente nueva que conduce a la filiación divina. La filiación de la que habla Pablo ya no es la general que afecta a todos los hombres y las mujeres en cuanto hijos e hijas del único Creador. En el pasaje que hemos escuchado él afirma que la fe permite ser hijos de Dios «en Cristo» (v. 26): esta es la novedad. Es este «en Cristo» que hace la diferencia. No solamente hijo de Dios, como todos: todos los hombres y mujeres somos hijos de Dios, todos, cualquiera que sea la religión que tenemos. No. Pero «en Cristo» es lo que hace la diferencia en los cristianos, y esto solamente sucede en la participación a la redención de Cristo y en nosotros en el sacramente del bautismo, así empieza. Jesús se ha convertido en nuestro hermano, y con su muerte y resurrección nos ha reconciliado con el Padre. Quien acoge a Cristo en la fe, por el bautismo es «revestido» por Él y por la dignidad filial (cf. v. 27).
San Pablo en sus Cartas hace referencia en más de una ocasión al bautismo. Para él, ser bautizados equivale a participar de forma efectiva y real en el misterio de Jesús. Por ejemplo, en la Carta a los Romanos llegará incluso a decir que, en el bautismo, hemos muerto con Cristo y hemos sido sepultados con Él para poder vivir con Él (cf. 6,3-14). Muertos con Cristo, sepultados con Él para poder vivir con Él. Y esta es la gracia del bautismo: participar de la muerte y resurrección de Jesús. El bautismo, por tanto, no es un mero rito exterior. Quienes lo reciben son transformados en lo profundo, en el ser más íntimo, y poseen una vida nueva, precisamente esa que permite dirigirse a Dios e invocarlo con el nombre «Abbà», es decir ‘papá’. «¿Padre?» No, «papá» (cf. Gal 4,6).
El Apóstol afirma con gran audacia que la identidad recibida con el bautismo es una identidad totalmente nueva, como para prevalecer sobre las diferencias que existen a nivel étnico-religioso. Es decir, lo explica así: «ya no hay judío ni griego»; y también a nivel social: «ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer» (Ga 3,28). Se leen a menudo con demasiada prisa estas expresiones, sin acoger el valor revolucionario que poseen. Para Pablo, escribir a los gálatas que en Cristo «no hay judío ni griego» equivalía a una auténtica subversión en ámbito étnico-religioso. El judío, por el hecho de pertenecer al pueblo elegido, era privilegiado respecto al pagano (cf. Rm 2,17-20), y el mismo Pablo lo afirma (cf. Rm 9,4-5). No sorprende, por tanto, que esta nueva enseñanza del Apóstol pudiera sonar como herética. «Pero ¿cómo, iguales todos? ¡Somos diferentes» Suena un poco herético, ¿no? También la segunda igualdad, entre «libres» y «esclavos», abre perspectivas sorprendentes. Para la sociedad antigua era vital la distinción entre esclavos y ciudadanos libres. Estos gozaban por ley de todos los derechos, mientras a los esclavos no se les reconocía ni siquiera la dignidad humana. Esto sucede también hoy: mucha gente en el mundo, mucha, millones, que no tienen derecho a comer, no tienen derecho a la educación, no tienen derecho al trabajo: son los nuevos esclavos, son aquellos que están en las periferias, que son explotados por todos. También hoy existe la esclavitud. Pensemos un poco en esto. Nosotros negamos a esta gente la dignidad humana, son esclavos. Así, finalmente, la igualdad en Cristo supera la diferencia social entre los dos sexos, estableciendo una igualdad entre hombre y mujer entonces revolucionaria y que hay necesidad de reafirmar también hoy. Es necesario reafirmarla también hoy. ¡Cuántas veces escuchamos expresiones que desprecian a las mujeres! Cuántas veces hemos escuchado: «Pero no, no hagas nada, [son] cosas de mujeres.» Pero mira que hombre y mujer tienen la misma dignidad, y hay en la historia, también hoy, una esclavitud de las mujeres: las mujeres no tienen las mismas oportunidades que los hombres. Debemos leer lo que dice Pablo: somos iguales en Cristo Jesús.
Como se puede ver, Pablo afirma la profunda unidad que existe entre todos los bautizados, a cualquier condición pertenezcan, sean hombres o mujeres, iguales, porque cada uno de ellos, en Cristo, es una criatura nueva. Toda distinción se convierte en secundaria respecto a la dignidad de ser hijos de Dios, el cual con su amor realiza una verdadera y sustancial igualdad. Todos, a través de la redención de Cristo y el bautismo que hemos recibido, somos iguales: hijos e hijas de Dios. Iguales.
Hermanos y hermanas, estamos por tanto llamados de forma más positiva a vivir una nueva vida que encuentra en la filiación con Dios su expresión fundamental. Iguales por ser hijos de Dios, e hijos de Dios porque nos ha redimido Jesucristo y hemos entrado en esta dignidad a través del bautismo. Es decisivo también para todos nosotros hoy redescubrir la belleza de ser hijos de Dios, ser hermanos y hermanas entre nosotros porque estamos insertos en Cristo que nos ha redimido. Las diferencias y los contrastes que crean separación no deberían tener morada en los creyentes en Cristo. Y uno de los apóstoles, en la Carta de Santiago, dice así: «Estad atentos a las diferencias, porque vosotros no sois justos cuando en la asamblea (es decir en la misa) entra uno que lleva un anillo de oro, está bien vestido: “¡Ah, adelante, adelante!”, y hacen que se siente en el primer lugar. Después, si entra otro que, pobrecillo, apenas se puede cubrir y se ve que es pobre, pobre, pobre: “sí, sí, siéntate ahí, al fondo”.» Estas diferencias las hacemos nosotros, muchas veces, de forma inconsciente. No, somos iguales. Nuestra vocación es más bien la de hacer concreta y evidente la llamada a la unidad de todo el género humano (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 1). Cualquier cosa que agrave las diferencias entre las personas, causando a menudo discriminaciones, todo esto, delante de Dios, ya no tiene consistencia, gracias a la salvación realizada en Cristo. Lo que cuenta es la fe que obra siguiendo el camino de la unidad indicado por el Espíritu Santo. Y nuestra responsabilidad es caminar decididamente por este camino de igualdad, pero igualdad que es sostenida, que ha sido hecha por la redención de Jesús.
Gracias. Y no os olvidéis, cuando volváis a casa: «¿Cuándo fui bautizada? ¿Cuándo fui bautizado?» Preguntad, para recordar esta fecha. Y también celebrar cuando llegue la fecha. Gracias.
Catequesis sobre la Carta a los Gálatas: 7. Insensatos gálatas
Hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Seguimos la explicación de la Carta de San Pablo a los gálatas. Esto no es algo nuevo, esta explicación, una cosa mía: esto que estamos estudiando es lo que dice san Pablo, en un conflicto muy serio, a los gálatas. Y es también Palabra de Dios, porque ha entrado en la Biblia. No son cosas que alguien se inventa, no. Es algo que sucedió en esa época y que puede repetirse. Y de hecho hemos visto que en la historia se ha repetido, esto. Esta simplemente es una catequesis sobre la Palabra de Dios expresada en la carta de Pablo a los gálatas, no es otra cosa. Es necesario tener siempre presente esto. En las catequesis precedentes hemos visto cómo el apóstol Pablo muestra a los primeros cristianos de la Galacia el peligro de dejar el camino que han iniciado a recorrer acogiendo el Evangelio. De hecho, el riesgo es el de caer en el formalismo, que es una de las tentaciones que nos lleva a la hipocresía, de la cual hemos hablado la otra vez. Caer en el formalismo y renegar la nueva dignidad que han recibido: la dignidad de redimidos por Cristo. El pasaje que acabamos de escuchar da inicio a la segunda parte de la Carta. Hasta aquí, Pablo ha hablado de su vida y de su vocación: de cómo la gracia de Dios ha transformado su existencia, poniéndola completamente al servicio de la evangelización. A este punto, interpela directamente a los gálatas: les pone delante de las decisiones que han tomado y de su condición actual, que podría anular la experiencia de gracia vivida.
Y los términos con los que el apóstol se dirige a los gálatas no son de cortesía: lo hemos escuchado. En las otras Cartas es fácil encontrar la expresión «hermanos» o «queridísimos», aquí no. Porque está enfadado. Dice de forma genérica «gálatas» y en dos ocasiones les llama «insensatos», que no es un término de cortesía. Insensatos, ingenuos y muchas cosas puede decir… No lo hace porque no sean inteligentes, sino porque, casi sin darse cuenta, corren el riesgo de perder la fe en Cristo que han acogido con tanto entusiasmo. Son insensatos porque no se dan cuenta que el peligro es el de perder el tesoro valioso, la belleza de la novedad de Cristo. La maravilla y la tristeza del Apóstol son evidentes. No sin amargura, él provoca a esos cristianos para recordar el primer anuncio realizado por él, con el cual les ha ofrecido la posibilidad de adquirir una libertad hasta ese momento inesperada.
El apóstol dirige a los gálatas preguntas, en el intento de sacudir sus conciencias: por eso es tan fuerte. Se trata de interrogantes retóricos, porque los gálatas saben muy bien que su venida a la fe en Cristo es fruto de la gracia recibida con la predicación del Evangelio. Les lleva al inicio de la vocación cristiana. La palabra que habían escuchado de Pablo se concentraba sobre el amor de Dios, manifestándose plenamente en la muerte y resurrección de Jesús. Pablo no podía encontrar expresiones más convincentes que la que probablemente les había repetido varias veces en su predicación: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20). Pablo no quería saber otra cosa que Cristo crucificado (cf. 1Cor 2,2). Los gálatas deben mirar a este evento, sin dejarse distraer por otros anuncios. En resumen, el intento de Pablo es poner en un aprieto a los cristianos para que se den cuenta de lo que hay en juego y no se dejen encantar por la voz de las sirenas que quieren llevarlos a una religiosidad basada únicamente en la observancia escrupulosa de preceptos. Porque ellos, estos nuevos predicadores que llegaron allí a Galacia, les convencieron de que tenían que ir hacia atrás y tomar también los preceptos que se observaban y que llevaban a la perfección antes de la venida de Cristo, que es la gratuidad de la salvación.
Los gálatas, por otro lado, comprendían muy bien a lo que el apóstol hacía referencia. Ciertamente, habían hecho experiencia de la acción del Espíritu Santo en la comunidad: como en las otras Iglesias, así también entre ellos se habían manifestado la caridad y otros varios carismas. Puestos en aprietos, necesariamente tienen que responder que lo que han vivido era fruto de la novedad del Espíritu. Por tanto, al comienzo de su llegada a la fe, estaba la iniciativa de Dios, no de los hombres. El Espíritu Santo había sido el protagonista de su experiencia; ponerlo ahora en segundo plano para dar la primacía a las propias obras —es decir al cumplimiento de los preceptos de la Ley— sería de insensatos. La santidad viene del Espíritu Santo y que es la gratuidad de la redención de Jesús: esto nos justifica.
De este modo, san Pablo nos invita también a nosotros a reflexionar ¿cómo vivimos la fe? ¿Permanece el amor de Cristo crucificado y resucitado en el centro de nuestra vida cotidiana como fuente de salvación, o nos conformamos con alguna formalidad religiosa para tener la conciencia tranquila? ¿Cómo vivimos la fe, nosotros? ¿Estamos apegados al tesoro valioso, a la belleza de la novedad de Cristo, o preferimos algo que en el momento nos atrae, pero después nos deja un vacío dentro? Lo efímero llama a menudo a la puerta de nuestras jornadas, pero es una triste ilusión, que nos hace caer en la superficialidad e impide discernir sobre qué vale la pena vivir realmente. Hermanos y hermanas, por tanto, mantengamos firme la certeza de que, también cuando tengamos la tentación de alejarnos, Dios sigue otorgando sus dones. Siempre en la historia, también hoy, suceden cosas que se parecen a lo que les sucedió a los gálatas. También hoy algunos vienen a insistirnos una y otra vez: “No, la santidad está en estos preceptos, en estas cosas, tenéis que hacer esto y esto”, y nos proponen una religiosidad rígida, la rigidez que nos quita esa libertad en el Espíritu que nos da la redención de Cristo. Estad atentos delante de la rigidez que os proponen: estad atentos. Porque detrás de toda rigidez hay algo feo, no está el Espíritu Santo. Y por esto, esta Carta nos ayudará a no escuchar estas propuestas un poco fundamentalistas que nos llevan hacia atrás en nuestra vida espiritual, y nos ayudará a ir adelante en la vocación pascual de Jesús. Es lo que el apóstol reitera a los gálatas recordando que el Padre es «el que os otorga, pues, el Espíritu y obra milagros entre vosotros» (3,5). Habla al presente, no dice «el Padre ha otorgado el Espíritu con abundancia», capítulo 3, versículo 5, no: dice «otorga»; no dice «ha obrado», no: «obra». Porque, no obstante, todas las dificultades que nosotros podemos poner a sus acciones, también no obstante nuestros pecados, Dios no nos abandona, sino que permanece con nosotros con su amor misericordioso. Dios siempre está cerca de nosotros con su bondad. Es como el padre que todos los días subía a la terraza para ver si volvía el hijo: el amor del Padre no se cansa de nosotros. Pidamos la sabiduría de darnos cuenta siempre de esta realidad y de echar a los fundamentalistas que nos proponen una vida de ascesis artificial, lejos de la resurrección de Cristo. La ascesis es necesaria, pero la ascesis sabia, no artificial.
Catequesis sobre la Carta a los Gálatas: 6. Los peligros de la Ley
Hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La Carta a los Gálatas informa de un hecho bastante sorprendente. Como hemos escuchado, Pablo dice que hizo una corrección a Cefas, es decir a Pedro, ante la comunidad de Antioquía, porque su comportamiento no fue bueno. ¿Qué hecho tan grave había sucedido para que Pablo se dirigiera en términos duros a Pedro? ¿Quizá Pablo ha exagerado, ha dejado demasiado espacio a su carácter sin saber contenerse? Veremos que no es así, sino que una vez más está en juego la relación entre la Ley y la libertad. Y hemos de volver sobre esto muchas veces.
Escribiendo a los Gálatas, Pablo menciona a propósito este episodio que había sucedido en Antioquía años antes. Quiere recordar a los cristianos de esas comunidades que no deben absolutamente escuchar a los que predican la necesidad de circuncidarse y por tanto caer «bajo la Ley» con todas sus prescripciones. Recordemos que estos predicadores fundamentalistas llegaron allí y crearon confusión, y también quitaron la paz a esa comunidad. Objeto de la crítica hacia Pedro era su comportamiento en la participación en la mesa. A un judío la Ley le prohibía comer con los no judíos. Pero el mismo Pedro, en otra circunstancia, había ido a Cesárea a la casa del centurión Cornelio, incluso sabiendo que trasgredía la Ley. Entonces había afirmado: «Me ha mostrado Dios que no hay que llamar profano o impuro a ningún hombre» (Hch 10,28). Una vez que volvió a Jerusalén, los cristianos circuncisos fieles a la Ley mosaica reprocharon a Pedro este comportamiento suyo, pero él se justificó diciendo: «Me acordé entonces de aquellas palabras que dijo el Señor: “Juan bautizó con agua, pero vosotros series bautizados con el Espíritu Santo.” Por tanto, si Dios les ha concedido el mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para poner obstáculos a Dios?» (Hch 11,16-17). Recordemos que el Espíritu Santo vino en ese momento a la casa de Cornelio cuando Pedro fue allí.
Un hecho similar había sucedido también en Antioquía en presencia de Pablo. Primero Pedro estaba en la mesa sin ninguna dificultad con los cristianos venidos del paganismo; pero cuando llegaron a la ciudad algunos cristianos circuncisos de Jerusalén —los que venían del judaísmo— entonces ya no lo hizo, para no incurrir en sus críticas. Este es el error: estaba más atento a las críticas, a quedar bien. Y esto es grave a los ojos de Pablo, también porque Pedro era imitado por otros discípulos, el primero de todos Bernabé, que junto con Pablo había evangelizado precisamente a los Gálatas (cf. Gal 2,13). Sin quererlo, Pedro, con esa forma de actuar —un poco allí, un poco acá… no claro, no transparente— creaba de hecho una división injusta en la comunidad: «Yo soy puro… yo sigo esta línea, yo debo ir así, esto no se puede…»
Pablo, en su reproche —y aquí está el núcleo del problema— utiliza un término que permite entrar en el fondo de su reacción: hipocresía (cf. Gal 2,13). Esta es una palabra que volverá muchas veces: hipocresía. Creo que todos nosotros sabemos qué significa. La observancia de la Ley por parte de los cristianos llevaba a este comportamiento hipócrita, que el apóstol pretende combatir con fuerza y convicción. Pablo era recto, tenía sus defectos —muchos, su carácter era terrible— pero era recto. ¿Qué es la hipocresía? Cuando nosotros decimos: atento con ese que es un hipócrita: ¿qué queremos decir? ¿Qué es la hipocresía? Se puede decir que es miedo de la verdad. La hipocresía tiene miedo de la verdad. Se prefiere fingir en vez de ser uno mismo. Es como maquillarse el alma, como maquillarse en las actitudes, como maquillarse en la forma de actuar: no es la verdad. «Tengo miedo de proceder como yo soy y me maquillo con estas actitudes.» Y fingir impide la valentía de decir abiertamente la verdad y así se escapa fácilmente a la obligación de decirla siempre, sea donde sea y a pesar de todo. Fingir te lleva a esto: a las medias verdades. Y las medias verdades son una farsa: porque la verdad es verdad o no es verdad. Pero las medias verdades son esta forma de actuar no verdadera. Se prefiere, como he dicho, fingir en vez de ser uno mismo, y fingir impide esa valentía de decir abiertamente la verdad. Y así se escapa de la obligación —y esto es un mandamiento— de decir siempre la verdad, decirla donde sea y decirla a pesar de todo. Y en un ambiente donde las relaciones interpersonales son vividas bajo la bandera del formalismo, se difunde fácilmente el virus de la hipocresía. Esa sonrisa que no viene del corazón, ese buscar estar bien con todos, pero con nadie…
En la Biblia se encuentran diferentes ejemplos en los que se combate la hipocresía. Un buen testimonio para combatir la hipocresía es el del viejo Eleazar, a quien se le pedía que fingiera que comía carne sacrificada a las divinidades paganas para salvar su vida: fingir que la comía, pero no la comía. O fingir que comía la carne de cerdo, pero sus amigos le habían preparado otra. Pero ese hombre con temor de Dios respondió: «Porque a nuestra edad no es digno fingir, no sea que muchos jóvenes creyendo que Eleazar, a sus noventa años, se ha pasado a las costumbres paganas, también ellos por mi simulación y por mi apego a este breve resto de vida, se desvíen por mi culpa y yo atraiga mancha y deshonra a mi vejez» (2 Mac 6,24-25). Honesto: no entra en el camino de la hipocresía. ¡Qué hermosa página sobre la que reflexionar para alejarse de la hipocresía! También los Evangelios narran diferentes situaciones en las que Jesús reprende fuertemente a aquellos que aparecen justos en el exterior, pero dentro están llenos de falsedad y de iniquidad (cf. Mt 23,13-29). Si tenéis un poco de tiempo hoy tomad el capítulo 23 del Evangelio de San Mateo y ved cuántas veces Jesús dice: «hipócritas, hipócritas, hipócritas», y desvela qué es la hipocresía.
El hipócrita es una persona que finge, adula y engaña porque vive con una máscara en el rostro y no tiene el valor de enfrentarse a la verdad. Por esto, no es capaz de amar verdaderamente —un hipócrita no sabe amar—, se limita a vivir de egoísmo y no tiene la fuerza de demostrar con transparencia su corazón. Hay muchas situaciones en las que se puede verificar la hipocresía. A menudo se esconde en el lugar de trabajo, donde se trata de aparentar ser amigos con los colegas mientras la competición lleva a golpearles a la espalda. En la política no es inusual encontrar hipócritas que viven un desdoblamiento entre lo público y lo privado. Particularmente detestable es la hipocresía en la Iglesia, y lamentablemente existe la hipocresía en la Iglesia, y hay muchos cristianos y muchos ministros hipócritas. No deberíamos olvidar nunca las palabras del Señor: «Sea vuestro lenguaje: “sí, sí”; “no, no”; que lo que pasa de aquí viene del Maligno» (Mt 5,37). Hermanos y hermanas, pensemos hoy en lo que Pablo condena y que Jesús condena: la hipocresía. Y no tengamos miedo de ser sinceros, de decir la verdad, de escuchar la verdad, de conformarnos con la verdad. Así podremos amar. Un hipócrita no sabe amar. Actuar de otra manera que no sea la verdad significa poner en peligro la unidad en la Iglesia, por la cual el Señor mismo ha rezado.
Catequesis sobre la Carta a los Gálatas: 5. El valor propedéutico de la Ley
Hermanos y hermanas, ¡buenos días!
San Pablo, enamorado de Jesucristo y que había entendido bien qué era la salvación, nos ha enseñado que los «hijos de la Promesa» (Gal 4,28) —es decir todos nosotros, justificados por Jesucristo—, no están bajo el vínculo de la Ley, sino llamados al estilo de vida arduo en la libertad del Evangelio. Pero la Ley existe. Pero existe de otra manera: la misma Ley, los Diez Mandamientos, pero de otra manera, porque una vez llegado el Señor Jesús no puede justificarse por sí sola. Y por eso, en la catequesis de hoy quisiera explicar esto. Y nos preguntamos: ¿cuál es, según la Carta a los Gálatas, el papel de la Ley? En el pasaje que hemos escuchado, Pablo sostiene que la Ley ha sido como un pedagogo. Es una bonita imagen, la del pedagogo de la que hablamos en la audiencia pasada, una imagen que merece ser comprendida en su auténtico significado.
El apóstol parece sugerir a los cristianos que dividan la historia de la salvación en dos, y también su historia personal. Son dos los momentos: antes de haberse hecho creyentes en Jesucristo y después de haber recibido la fe. En el centro se pone el evento de la muerte y resurrección de Jesús, que Pablo predicó para suscitar la fe en el Hijo de Dios, fuente de salvación, y en Jesucristo nosotros somos justificados. Somos justificados por la gratuidad de la fe en Cristo Jesús. Por tanto, a partir de la fe en Cristo hay un «antes» y un «después» respecto a la misma Ley, porque la Ley está, los Mandamientos están, pero hay una actitud antes de la venida de Jesús y después. La historia precedente está determinada por el estar «bajo la Ley». Y quien iba por el camino de la Ley se salvaba, era justificado; la sucesiva —después de la venida de Jesús—, ha de ser vivida siguiendo al Espíritu Santo (cf. Gal 5,25). Es la primera vez que Pablo utiliza esta expresión: estar «bajo la Ley». El significado subyacente conlleva la idea de un sometimiento negativo, típico de los esclavos: «estar bajo». El apóstol lo explicita diciendo que cuando uno está «bajo la Ley» se está como «vigilado» o «cerrado», una especie de detención preventiva. Este tiempo, dice San Pablo, ha durado mucho —desde Moisés a la venida de Jesús— y se perpetúa hasta que se vive en el pecado.
La relación entre la Ley y el pecado será expuesta de forma más sistemática por el apóstol en su Carta a los Romanos, escrita pocos años después de la de los Gálatas. En síntesis, la Ley lleva a definir la trasgresión y hacer a las personas conscientes del propio pecado: «Has hecho esto, por tanto, la Ley» —los Diez Mandamientos— «dice esto: tú estás en pecado.» Es más, como enseña la experiencia común, el precepto termina por estimular la trasgresión. Escribe así en la carta a los Romanos: «Porque, cuando estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas, excitadas por la Ley, obraban en nuestros miembros, a fin de que produjéramos frutos de muerte. Mas, al presente, hemos quedado emancipados de la ley» (7,5-6). ¿Por qué? Porque ha venido la justificación de Jesucristo. Pablo fija su visión de la Ley: «El aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del pecado, la Ley» (1Cor 15,56). Un diálogo: tú estás bajo la Ley, y estás ahí con la puerta abierta al pecado.
En este contexto adquiere su sentido pleno la referencia al rol pedagógico desarrollado por la Ley. Pero la Ley es el pedagogo que te lleva, ¿adónde? A Jesús. En el sistema escolar de la antigüedad el pedagogo no tenía la función que hoy nosotros le atribuimos, es decir dar educación a un chico o una chica. En esa época se trataba de un esclavo que tenía el encargo de acompañar al hijo del amo cuando iba donde el maestro y después acompañarlo de nuevo a casa. Así tenía que protegerlo de los peligros, vigilarlo para que no asumiera comportamientos inadecuados. Su función era más bien disciplinaria. Cuando el joven se convertía en adulto, el pedagogo cesaba sus funciones. El pedagogo al que se refiere Pablo, no era el profesor, sino el que acompañaba a la escuela, vigilaba al chico y lo llevaba a casa.
Referirse a la Ley en estos términos permite a san Pablo aclarar el papel que esta jugó en la historia de Israel. La Torah, es decir, la Ley, había sido un acto de magnanimidad por parte de Dios con su pueblo. Después de la elección de Abraham, el otro gran acto fue la Ley: fijar el camino para ir adelante. Ciertamente había tenido funciones restrictivas, pero al mismo tiempo había protegido a su pueblo, lo había educado, disciplinado y sostenido en su debilidad, sobre todo la protección delante del paganismo; había muchas actitudes paganas en esa época. La Torah dice: «Hay un único Dios y nos ha puesto en camino.» Un acto de bondad del Señor. Y ciertamente, como dije, había tenido funciones restrictivas, pero al mismo tiempo había protegido al pueblo, lo había educado, lo había disciplinado, lo había sostenido en su debilidad. Es por esto que el apóstol se detiene sucesivamente al describir la fase de la minoría de edad. Y dice así: «Mientras el heredero es menor de edad, en nada se diferencia de un esclavo, con ser dueño de todo; sino que está bajo tutores y administradores hasta el tiempo fijado por el padre. De igual manera, también nosotros, cuando éramos menores de edad, vivíamos como esclavos bajo los elementos del mundo» (Gal 4,1-3). En resumen, la convicción del apóstol es que la Ley posee ciertamente su propia función positiva —por tanto como pedagogo en el llevar adelante—, pero es una función limitada en el tiempo. No se puede extender su duración más allá de toda medida, porque está unida a la maduración de las personas y a su elección de libertad. Una vez que se alcanza la fe, la Ley agota su valor propedéutico y debe ceder el paso a otra autoridad. ¿Esto qué quiere decir? Que terminada la Ley nosotros podemos decir: «¿Creemos en Jesucristo y hacemos lo que queremos?» ¡No! Los Mandamientos están, pero no nos justifican. Lo que nos justifica es Jesucristo. Los Mandamientos se deben observar, pero no nos dan la justicia; está la gratuidad de Jesucristo, el encuentro con Jesucristo que nos justifica gratuitamente. El mérito de la fe es recibir a Jesús. El único mérito: abrir el corazón. ¿Y qué hacemos con los Mandamientos? Debemos cumplirlos, pero como ayuda al encuentro con Jesucristo.
Esta enseñanza sobre el valor de la Ley es muy importante y merece ser considerada con atención para no caer en equívocos y realizar pasos en falso. Nos hará bien preguntarnos si aún vivimos en la época en que necesitamos la Ley, o si en cambio somos conscientes de haber recibido la gracia de habernos convertido en hijos de Dios para vivir en el amor. ¿Cómo vivo yo? ¿En el miedo de que si no hago esto iré al infierno? ¿O vivo también con esa esperanza, con esa alegría de la gratuidad de la salvación en Jesucristo? Es una buena pregunta. Y también la segunda: ¿desprecio los Mandamientos? No. Los cumplo, pero no como absolutos, porque sé que lo que me justifica es Jesucristo.
Catequesis sobre la Carta a los Gálatas – 4. La ley de Moisés
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
«¿Para qué la ley?» (Gal 3,19). Esta es la pregunta en la que, siguiendo a san Pablo, queremos profundizar hoy, para reconocer la novedad de la vida cristiana animada por el Espíritu Santo. ¿Pero si está el Espíritu Santo, si está Jesús que nos ha redimido, para qué la Ley? Sobre esto debemos reflexionar hoy. El apóstol escribe: «Si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Gal 5,18). Sin embargo, los detractores de Pablo sostenían que los Gálatas tendrían que seguir la Ley para ser salvados. Volvían atrás. Estaban como nostálgicos de otros tiempos, de los tiempos antes de Jesucristo. El apóstol no está en absoluto de acuerdo. No es en estos términos que se había acordado con los otros apóstoles en Jerusalén. Él recuerda bien las palabras de Pedro cuando sostenía: «¿Por qué, pues, ahora tentáis a Dios queriendo poner sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos sobrellevar?» (Hch 15,10). Las disposiciones que surgieron en ese «primer concilio», el primer Concilio ecuménico fue el de Jerusalén y las disposiciones surgidas de ese Concilio eran muy claras, y decían: «Que hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que estas indispensables: abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la impureza» (Hch 15,28-29). Algunas cosas que tocaban el culto a Dios, la idolatría, y tocaban también la forma de entender la vida de ese tiempo.
Cuando Pablo habla de la Ley, hace referencia normalmente a la Ley mosaica, a la Ley de Moisés, a los Diez Mandamientos. Esta estaba relacionada con la Alianza que Dios había establecido con su pueblo, un camino para preparar esta Alianza. Según varios textos del Antiguo Testamento, la Torah —que es el término hebreo con el que se indica la Ley— es la recopilación de todas esas prescripciones y normas que los israelitas deben observar, en virtud de la Alianza con Dios. Una síntesis eficaz de qué es la Torah se puede encontrar en este texto del Deuteronomio que dice así: «Porque de nuevo se complacerá Yahveh en tu felicidad, como se complacía en la felicidad de tus padres, si tú escuchas la voz de Yahveh tu Dios guardando sus mandamientos y sus preceptos, lo que está escrito en el libro de esta Ley, si te conviertes a Yahveh tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma» (30,9-10). La observancia de la Ley garantizaba al pueblo los beneficios de la Alianza y garantizaba el vínculo particular con Dios. Este pueblo, esta gente, estas personas, están vinculadas a Dios y hacen ver esta unión con Dios en el cumplimiento, en la observancia de la Ley. Estrechando la Alianza con Israel, Dios le había ofrecido la Torah, la Ley, para que pudiera comprender su voluntad y vivir en la justicia. Pensemos que en esa época había necesidad de una Ley así, fue un gran regalo que Dios hizo a su pueblo, ¿por qué? Porque en esa época había paganismo por todos lados, la idolatría por todos lados y las conductas humanas que derivan de la idolatría y por esto el gran regalo de Dios a su pueblo es la Ley para ir adelante. En más de una ocasión, sobre todo en los libros de los profetas, se constata que la no observancia de los preceptos de la Ley constituía una verdadera traición a la Alianza, provocando la reacción de la ira de Dios. El vínculo entre Alianza y Ley era tan estrecho que las dos realidades eran inseparables. La Ley es la expresión que una persona, un pueblo está en alianza con Dios.
A la luz de todo esto es fácil entender el buen juego que tendrían esos misioneros que se habían infiltrado entre los Gálatas para sostener que la adhesión a la Alianza conllevaba también la observancia de la Ley mosaica, así como era en esa época. Sin embargo, precisamente sobre esto punto podemos descubrir la inteligencia espiritual de san Pablo y las grandes intuiciones que él ha expresado, sostenido por la gracia recibida para su misión evangelizadora.
El apóstol explica a los Gálatas que, en realidad, la Alianza con Dios y la Ley mosaica no están vinculadas de forma indisoluble. El primer elemento sobre el que se apoya es que la Alianza establecida por Dios con Abraham se basó en la fe en el cumplimiento de la promesa y no en la observancia de la Ley, que todavía no existía. Abraham empezó a caminar siglos antes que la Ley. Escribe el apóstol: «Y digo yo: Un testamento ya hecho por Dios en debida forma [con Abraham], no puede ser anulado por la ley, que llega cuatrocientos treinta años más tarde [con Moisés], de tal modo que la promesa quede anulada. Pues si la herencia dependiera de la Ley, ya no procedería de la promesa, y sin embargo Dios otorgó a Abraham su favor en forma de promesa» (Gal 3,17-18). La promesa estaba antes que la Ley y la promesa a Abraham, y luego vino la ley 430 años después. La palabra «promesa» es muy importante: el pueblo de Dios, nosotros los cristianos, caminamos en la vida mirando una promesa; la promesa es precisamente lo que nos atrae, nos atrae para ir adelante al encuentro con el Señor.
Con este razonamiento, Pablo alcanza un primer objetivo: la Ley no es la base de la Alianza porque llegó sucesivamente, era necesaria y justa pero primero estaba la promesa, la Alianza.
Un argumento como este pone en evidencia a los que sostienen que la Ley mosaica sea parte constitutiva de la Alianza. No, la alianza está primero, es la llamada a Abraham. La Torah, la ley, de hecho, no está incluida en la promesa hecha a Abraham. Dicho esto, no se debe pensar que san Pablo fuera contrario a la Ley mosaica. No, la observa. Más de una vez, en sus Cartas, defiende su origen divino y sostiene que esta posee un rol bien preciso en la historia de la salvación. Pero la Ley no da la vida, no ofrece el cumplimiento de la promesa, porque no está en la condición de poder realizarla. La Ley es un camino que te lleva adelante hacia el encuentro. Pablo usa una palabra muy importante, la Ley es el «pedagogo» hacia Cristo, el pedagogo hacia la fe en Cristo, es decir, el maestro que te lleva de la mano al encuentro. Quien busca la vida necesita mirar a la promesa y a su realización en Cristo.
Queridos, esta primera exposición del apóstol a los Gálatas presenta la novedad radical de la vida cristiana: todos los que tienen fe en Jesucristo están llamados a vivir en el Espíritu Santo, que libera de la Ley y al mismo tiempo la lleva a cumplimiento según el mandamiento del amor. Esto es muy importante, la Ley nos lleva a Jesús. Pero alguno de vosotros puede decirme: «Pero, padre, una cosa: ¿esto quiere decir que si yo rezo el Credo no tengo que cumplir los Mandamientos?» No, los Mandamientos tienen actualidad en el sentido de que son los «pedagogos» que te llevan al encuentro con Jesús. Pero si tú dejas de lado el encuentro con Jesús y quieres volver para dar más importancia a los Mandamientos, eso no va bien. Y precisamente este era el problema de estos misioneros fundamentalistas que se mezclaron entre los gálatas para desorientarles. Que el Señor nos ayude a caminar sobre el camino de los Mandamientos, pero mirando al amor a Cristo hacia el encuentro con Cristo, sabiendo que el encuentro con Jesús es más importante que todos los Mandamientos.
Catequesis sobre la Carta a los Gálatas – 3. El evangelio es solo uno
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Cuando se trata del Evangelio y de la misión de evangelizar, Pablo se entusiasma, sale fuera de sí. Parece que no ve otra cosa que esta misión que el Señor le ha encomendado. Todo en él está dedicado a este anuncio, y no posee otro interés que no sea el Evangelio. Es el amor de Pablo, el interés de Pablo, el trabajo de Pablo: anunciar. Llega incluso a decir: «Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio» (1Cor 1,17). Pablo interpreta toda su existencia como una llamada a evangelizar, a dar a conocer el mensaje de Cristo, a dar a conocer el Evangelio: «¡Ay de mí» —dice— «si no predicara el Evangelio!» (1Cor 9,16). Y escribiendo a los cristianos de Roma, se presenta sencillamente así: «Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios» (Rm 1,1). Esta es su vocación. En resumen, es consciente de haber sido «escogido» para llevar el Evangelio a todos, y no puede hacer otra cosa que dedicarse con todas sus fuerzas a esta misión.
Se comprende por tanto la tristeza, la desilusión e incluso la amarga ironía del apóstol con los Gálatas, que a sus ojos están tomando un camino equivocado, que los llevará a un punto sin retorno: se han equivocado de camino. El eje en torno al cual todo gira es el Evangelio. Pablo no piensa en los «cuatro evangelios», como es espontáneo para nosotros. De hecho, mientras está enviando esta Carta, ninguno de los cuatro evangelios ha sido escrito todavía. Para él el Evangelio es lo que él predica, esto que se llama el kerygma, es decir el anuncio. Y ¿qué anuncio? De la muerte y resurrección de Jesús como fuente de salvación. Un Evangelio que se expresa con cuatro verbos: «Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; fue sepultado, resucitó al tercer día, según las Escrituras y se apareció a Cefas» (1Cor 15,3-5). Este es el anuncio de Pablo, el anuncio que nos da vida a todos. Este Evangelio es el cumplimiento de las promesas y es la salvación ofrecida a todos los hombres. Quien lo acoge es reconciliado con Dios, es acogido como un verdadero hijo y obtiene en herencia la vida eterna.
Ante de un don tan grande que se les ha entregado a los Gálatas, el apóstol no logra explicarse por qué están pensando en acoger otro «evangelio», quizá más sofisticado, más intelectual… otro «evangelio». Hay que notar, sin embargo, que estos cristianos todavía no han abandonado el Evangelio anunciado por Pablo. El apóstol sabe que están todavía a tiempo para no realizar un paso en falso, pero les advierte con fuerza, con mucha fuerza. Su primer argumento apunta directamente sobre el hecho de que la predicación realizada por los nuevos misioneros —estos que predican la novedad— no puede ser el Evangelio. Es más, es un anuncio que distorsiona el verdadero Evangelio porque impide alcanzar la libertad —una palabra clave— que se adquiere por la fe. Los Gálatas son todavía «principiantes» y su desorientación es comprensible. No conocen todavía la complejidad de la Ley mosaica y el entusiasmo por abrazar la fe en Cristo les empuja a escuchar a estos nuevos predicadores, bajo la ilusión de que su mensaje sea complementario con el de Pablo. Y no es así.
El apóstol, sin embargo, no puede arriesgarse a que se creen compromisos en un terreno tan decisivo. El Evangelio es solo uno y es el que él ha anunciado; no puede existir otro. ¡Atención! Pablo no dice que el verdadero Evangelio es el suyo porque lo ha anunciado él, ¡no! Esto no lo dice. Esto sería presuntuoso, sería vanagloria. Afirma más bien, que «su» Evangelio, el mismo que los otros apóstoles iban anunciando en otros lugares, es el único auténtico, porque es el de Jesucristo. Escribe así: «Os hago saber, hermanos, que el Evangelio anunciado por mí, no es de orden humano, pues yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo» (Gal 1,11). Se comprende entonces por qué Pablo utiliza términos muy duros. Usa dos veces la expresión “anatema” que indica la exigencia de tener lejos de la comunidad lo que amenaza sus fundamentos. Y este nuevo «evangelio» amenaza los fundamentos de la comunidad. En resumen, sobre este punto el apóstol no deja espacio a la negociación: no se puede negociar. Con la verdad del Evangelio no se puede negociar. O tú recibes el Evangelio como es, como ha sido anunciado, o recibes otra cosa. Pero el Evangelio no puede ser negociado. No se puede llegar a acuerdos: la fe en Jesús no es una mercancía a negociar: es salvación, es encuentro, es redención. No se vende a bajo costo.
Esta situación descrita al principio de la Carta parece paradójica, porque todos los sujetos en cuestión parecen animados por buenos sentimientos. Los Gálatas que escuchan a los nuevos misioneros piensan que con la circuncisión podrán estar aún más entregados a la voluntad de Dios y por tanto agradar aún más a Pablo. Los enemigos de Pablo parecen estar animados por la fidelidad a la tradición recibida por los padres y consideran que la fe genuina consista en la observancia de la Ley. Ante de esta suma fidelidad justifican incluso las insinuaciones y las sospechas sobre Pablo, considerado poco ortodoxo en lo relacionado con la tradición. El mismo apóstol es bien consciente de que su misión es de naturaleza divina —¡ha sido revelada por Cristo, a él!— y por tanto está movido por el total entusiasmo por la novedad del Evangelio, que es una novedad radical, no es una novedad pasajera: no hay evangelios «de moda», el Evangelio es siempre nuevo, es la novedad. Su inquietud pastoral lo lleva a ser severo, porque ve el gran riesgo que se cierne sobre los jóvenes cristianos. En resumen, en este laberinto de buenas intenciones es necesario desprenderse, para acoger la verdad suprema que se presenta como la más coherente con la Persona y la predicación de Jesús y su revelación del amor al Padre. Esto es importante: saber discernir. Muchas veces hemos visto en la historia, y también lo vemos hoy, algún movimiento que predica el Evangelio con una modalidad propia, a veces con carismas verdaderos, propios; pero después exagera y reduce todo el Evangelio al «movimiento». Y esto no es el Evangelio de Cristo: esto es el Evangelio del fundador, de la fundadora y esto sí, podrá ayudar al principio, pero al final no da frutos porque no tiene raíces profundas. Por esto, la palabra clara y decidida fue provechosa para los Gálatas y es provechosa también para nosotros. El Evangelio es el don de Cristo para nosotros, es Él mismo quien lo revela. Esto es lo que nos da vida.
Catequesis sobre la Carta a los Gálatas – 2. Pablo, verdadero apóstol
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Nos adentramos poco a poco en la Carta a los Gálatas. Hemos visto que estos cristianos se encuentran en conflicto sobre cómo vivir la fe. El apóstol Pablo empieza a escribir su Carta recordándoles las relaciones pasadas, el malestar por la distancia y el amor inmutable que tiene por cada uno de ellos. Sin embargo, no deja de señalar su preocupación para que los gálatas sigan el camino correcto: es la preocupación de un padre, que generó las comunidades en la fe. Su intención es muy clara: es necesario reafirmar la novedad del Evangelio, que los gálatas han recibido de su predicación, para construir la verdadera identidad sobre la que fundar la propia existencia. Y este es el principio: reafirmar la novedad del Evangelio, lo que los gálatas han recibido del Apóstol.
Descubrimos en seguida que Pablo es un profundo conocedor del misterio del Cristo. Desde el principio de su Carta no sigue los bajos argumentos de sus detractores. El apóstol «vuela alto» y nos indica también a nosotros cómo comportarnos cuando se crean conflictos dentro de la comunidad. De hecho, solo hacia el final de Carta, se aclara que el núcleo de la controversia suscitada es el de la circuncisión, por tanto, de la principal tradición judía. Pablo elige el camino de ir más en profundidad, porque lo que está en juego es la verdad del Evangelio y la libertad de los cristianos, que es parte integrante del mismo. No se detiene en la superficie de los problemas, de los conflictos, como a menudo tenemos la tentación para encontrar en seguida una solución que ilusiona para poner a todos de acuerdo con un compromiso. Pablo ama a Jesús y sabe que Jesús no es un hombre-Dios de acuerdos. No funciona así con el Evangelio y el Apóstol ha elegido seguir el camino más arduo. Escribe así: «Porque ¿busco yo ahora el favor de los hombres o el de Dios?» Él no trata de hacer la paz con todos. Y continúa: «¿O es que intento agradar a los hombres? Si todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo» (Gal 1,10).
En primer lugar, Pablo se siente en el deber de recordar a los gálatas que es un verdadero apóstol no por mérito propio, sino por la llamada de Dios. Él mismo cuenta la historia de su vocación y conversión, que coincide con la aparición de Cristo Resucitado durante el viaje hacia Damasco (cfr. Hch 9,1-9). Es interesante observar lo que afirma de su vida precedente a ese suceso: «Encarnizadamente perseguía a la Iglesia de Dios y la devastaba, y cómo sobrepasaba en el judaísmo a muchos de mis compatriotas contemporáneos, superándoles en el celo por las tradiciones de mis padres» (Gal 1,13-14). Pablo osa afirmar que él en el judaísmo superaba a todos, era un verdadero fariseo celante «en cuanto a la justicia de la Ley, intachable» (Fil 3,6). En dos ocasiones destaca que había sido un defensor de las «tradiciones de los padres» y un «convencido defensor de la ley». Esta es la historia de Pablo.
Por un lado, él insiste al subrayar que había perseguido ferozmente a la Iglesia y que había sido un «blasfemo, un perseguidor y un insolente» (1 Tm 1,13) y no escatima en adjetivos: él mismo se califica así, y por otro lado, evidencia la misericordia de Dios con él, que le lleva a vivir una transformación radical, bien conocida por todos. Escribe: «Pero personalmente no me conocían las Iglesias de Judea que están en Cristo. Solamente habían oído decir: “El que antes nos perseguía ahora anuncia la buena nueva de la fe que entonces quería destruir”» (Gal 1,22-23). Se ha convertido, ha cambiado, ha cambiado el corazón. Pablo evidencia así la verdad de su vocación a través del impresionante contraste que se había creado en su vida: de perseguidor de los cristianos porque no observaban las tradiciones y la ley, había sido llamado a convertirse en apóstol para anunciar el Evangelio de Jesucristo. Pero vemos que Pablo es libre: es libre para anunciar el Evangelio y es también libre para confesar sus pecados. «Yo era así»: es la verdad que da la libertad del corazón, es la libertad de Dios.
Pensando en su historia, Pablo está lleno de maravilla y de reconocimiento. Es como si quisiera decir a los gálatas que él podría ser de todo menos un apóstol. Había sido educado desde niño para ser un irreprensible observador de la ley mosaica, y las circunstancias le habían llevado a combatir los discípulos de Cristo. Sin embargo, sucedió algo inesperado: Dios, con su gracia, le había revelado a su Hijo muerto y resucitado, para que él se convirtiera en anunciador en medio de los paganos (cfr. Gal 1,15-16).
¡Los caminos del Señor son inescrutables! Lo tocamos con la mano cada día, pero sobre todo si pensamos en los momentos en los que el Señor nos ha llamado. No debemos olvidar nunca el tiempo y la forma en la que Dios ha entrado en nuestra vida: tener fijo en el corazón y en la mente ese encuentro con la gracia, cuando Dios ha cambiado nuestra existencia. Cuántas veces, delante de las grandes obras del Señor, surge de forma espontánea la pregunta: pero ¿cómo es posible que Dios se sirva de un pecador, de una persona frágil y débil, para realizar su voluntad? Sin embargo, no hay nada casual, porque todo ha sido preparado en el diseño de Dios. Él teje nuestra historia, la historia de cada uno de nosotros: Él teje nuestra historia y, si nosotros correspondemos con confianza a su plan de salvación, nos damos cuenta. La llamada conlleva siempre una misión a la que estamos destinados; por esto se nos pide que nos preparemos con seriedad, sabiendo que es Dios mismo quien nos envía, Dios mismo que nos sostiene con su gracia. Hermanos y hermanas, dejémonos conducir por esta conciencia: el primado de la gracia transforma la existencia y la hace digna de ser puesta al servicio del Evangelio. El primado de la gracia cubre todos los pecados, cambia los corazones, cambia la vida, nos hace ver caminos nuevos. ¡No olvidemos esto!
Catequesis sobre la Carta a los Gálatas – 1. Introducción a la Carta a los Gálatas
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de un largo itinerario dedicado a la oración, hoy comenzamos un nuevo ciclo de catequesis. Espero que con este itinerario de la oración, hayamos conseguido rezar un poco mejor, rezar un poco más. Hoy deseo reflexionar sobre algunos temas que el apóstol Pablo propone en su Carta a los Gálatas. Es una Carta muy importante, diría incluso decisiva, no solo para conocer mejor al Apóstol, sino sobre todo para considerar algunos argumentos que él afronta en profundidad, mostrando la belleza del Evangelio. En esta Carta, Pablo cita varias referencias biográficas, que nos permiten conocer su conversión y la decisión de poner su vida al servicio de Jesucristo. Él afronta, además, algunas temáticas muy importantes para la fe, como las de la libertad, de la gracia y de la forma de vivir cristiana, que son extremadamente actuales porque tocan muchos aspectos de la vida de la Iglesia de nuestros días. Esta es una Carta muy actual. Parece escrita para nuestra época.
El primer rasgo que se desprende de esta Carta es la gran obra de evangelización realizada por el Apóstol, que al menos dos veces había visitado las comunidades de la Galacia durante sus viajes misioneros. Pablo se dirige a los cristianos de ese territorio. No sabemos exactamente a qué zona geográfica se refiere, ni podemos afirmar con certeza la fecha en la que escribe esta Carta. Sabemos que los Gálatas eran una antigua población celta que, a través de muchas peripecias, se habían asentado en esa extensa región de Anatolia que tenía su capital en la ciudad de Ancyra, hoy Ankara, la capital de Turquía. Pablo dice solo que, a causa de una enfermedad, se vio obligado a pararse en esa región (cfr. Gal 4,13). San Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, encuentra sin embargo una motivación más espiritual. Dice que «atravesaron Frigia y la región de Galacia, pues el Espíritu Santo les había impedido predicar la Palabra en Asia» (16,6). Los dos hechos no son contradictorios: indican más bien que el camino de la evangelización no depende siempre de nuestra voluntad y de nuestros proyectos, sino que requiere la disponibilidad para dejarse moldear y seguir otros recorridos que no estaban previstos. Entre vosotros hay una familia que me ha saludado: dicen que tienen que aprender el letón, y no sé qué otra lengua, porque irán de misioneros a esas tierras. El Espíritu lleva también hoy muchos misioneros que dejan la patria y van a otra tierra a hacer la misión. Lo que verificamos, sin embargo, es que en su incansable obra evangelizadora el Apóstol había conseguido fundar varias pequeñas comunidades, dispersas en la región de la Galacia. Pablo, cuando llegaba a una ciudad, a una región, no hacía enseguida una catedral, no. Hacía las pequeñas comunidades que son la levadura de nuestra cultura cristiana de hoy. Empezaba haciendo pequeñas comunidades. Y estas pequeñas comunidades crecían, crecían e iban adelante. También hoy este método pastoral se hace en cada región misionera. La semana pasada recibí una carta de un misionero de Papúa Nueva Guinea, me decía que está predicando el Evangelio en la selva, a la gente que no sabe ni siquiera quién era Jesucristo. ¡Es bonito! Se empiezan a hacer pequeñas comunidades. También hoy este método es el método evangelizador de la primera evangelización.
Lo que nosotros debemos notar es la preocupación pastoral de Pablo que es todo fuego. Él, después de haber fundado estas Iglesias, se da cuenta de un gran peligro —el pastor es como el padre o la madre que en seguida se dan cuenta de los peligros para sus hijos— que corren para su crecimiento en la fe. Crecen y vienen los peligros. Como decía uno: «Vienen los buitres a masacrar la comunidad.» De hecho, se habían infiltrado algunos cristianos venidos del judaísmo, los cuales con astucia empezaron a sembrar teorías contrarias a la enseñanza del Apóstol, llegando incluso a denigrar su persona. Empiezan con la doctrina «esto no, esto sí», después denigran al Apóstol. Es el camino de siempre: quitar la autoridad al Apóstol. Como se ve, esta es una práctica antigua, presentarse en algunas ocasiones como los únicos poseedores de la verdad —los puros— y pretender rebajar también con la calumnia el trabajo realizado por los otros. Esos adversarios de Pablo sostenían que también los paganos debían ser sometidos a la circuncisión y vivir según las reglas de la ley mosaica. Vuelven atrás a las observancias de antes, las cosas que han quedado traspasadas por el Evangelio. Por tanto, los Gálatas, habrían tenido que renunciar a su identidad cultural para someterse a normas, a prescripciones y costumbres típicas de los judíos. Y no solo eso. Esos adversarios sostenían que Pablo no era un verdadero apóstol y por tanto no tenía ninguna autoridad para predicar el Evangelio. Y muchas veces nosotros vemos esto. Pensemos en alguna comunidad cristiana o en alguna diócesis: empiezan las historias y después se termina por desacreditar al párroco, al obispo. Es precisamente el camino del maligno, de esta gente que divide, que no sabe construir. Y en esta Carta a los Gálatas vemos este procedimiento.
Los Gálatas se encontraban en una situación de crisis. ¿Qué tenían que hacer? ¿Escuchar y seguir lo que Pablo les había predicado, o escuchar a los nuevos predicadores que le acusaban? Es fácil imaginar el estado de incertidumbre que animaba sus corazones. Para ellos, haber conocido a Jesús y creído en la obra de salvación realizada con su muerte y resurrección, era realmente el inicio de una vida nueva, de una vida de libertad. Habían emprendido un recorrido que les permitía ser finalmente libres, no obstante su historia fuera tejida por muchas formas de violenta esclavitud, entre ellas la que les sometía al emperador de Roma. Por tanto, delante de las críticas de nuevos predicadores, se sentían perdidos y se sentían inciertos sobre cómo comportarse: «Pero ¿quién tiene razón? ¿Este Pablo, o esta gente que viene ahora enseñando otras cosas? ¿A quién debo hacer caso? En resumen, ¡había mucho en juego!
Esta condición no está lejos de la experiencia que diversos cristianos viven en nuestros días. No faltan tampoco hoy, de hecho, predicadores que, sobre todo a través de los nuevos medios de comunicación, pueden enturbiar las comunidades. No se presentan en primer lugar para anunciar el Evangelio de Dios que ama al hombre en Jesús Crucificado y Resucitado, sino para reiterar con insistencia, como auténticos «custodios de la verdad» —así se llaman ellos— cuál es la mejor manera de ser cristianos. Y con fuerza afirman que el cristiano verdadero es al que ellos están vinculados, a menudo identificado con ciertas formas del pasado, y que la solución a las crisis actuales es volver atrás para no perder la genuinidad de la fe. También hoy, como entonces, está la tentación de encerrarse en algunas certezas adquiridas en tradiciones pasadas. ¿Pero cómo podemos reconocer a esta gente? Por ejemplo, uno de los rasgos de la forma de proceder es la rigidez. Ante la predicación del Evangelio que nos hace libres, nos hace alegres, estos son los rígidos. Siempre con la rigidez: se debe hacer esto, se debe hacer esto otro… La rigidez es propia de esta gente. Seguir la enseñanza del Apóstol Pablo en la Carta a los Gálatas nos hará bien para comprender qué camino seguir. El indicado por el Apóstol es el camino liberador y siempre nuevo de Jesús Crucificado y Resucitado; es el camino del anuncio, que se realiza a través de la humildad y la fraternidad; los nuevos predicadores no conocen qué es la humildad, qué es la fraternidad; es el camino de la confianza mansa y obediente, los nuevos predicadores no conocen la mansedumbre ni la obediencia. Y este camino manso y obediente va adelante en la certeza de que el Espíritu Santo obra en todos los tiempos de la Iglesia. En definitiva, la fe en el Espíritu Santo presente en la Iglesia, nos lleva adelante y nos salvará.
Catequesis sobre la oración: 38. La oración pascual de Jesús por nosotros
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En esta serie de catequesis hemos recordado en varias ocasiones cómo la oración es una de las características más evidentes de la vida de Jesús: Jesús rezaba, y rezaba mucho. Durante su misión, Jesús se sumerge en ella, porque el diálogo con el Padre es el núcleo incandescente de toda su existencia.
Los Evangelios testimonian cómo la oración de Jesús se hizo todavía más intensa y frecuente en la hora de su pasión y muerte. Estos sucesos culminantes de su vida constituyen el núcleo central de la predicación cristiana: esas últimas horas vividas por Jesús en Jerusalén son el corazón del Evangelio no solo porque a esta narración los evangelistas reservan, en proporción, un espacio mayor, sino también porque el evento de la muerte y resurrección —como un rayo— arroja luz sobre todo el resto de la historia de Jesús. Él no fue un filántropo que se hizo cargo de los sufrimientos y de las enfermedades humanas: fue y es mucho más. En Él no hay solamente bondad: hay algo más, está la salvación, y no una salvación episódica —la que me salva de una enfermedad o de un momento de desánimo— sino la salvación total, la mesiánica, la que hace esperar en la victoria definitiva de la vida sobre la muerte.
En los días de su última Pascua, encontramos por tanto a Jesús, plenamente inmerso en la oración.
Él reza de forma dramática en el huerto de Getsemaní —lo hemos escuchado—, asaltado por una angustia mortal. Sin embargo, Jesús, precisamente en ese momento, se dirige a Dios llamándolo «Abbà», ‘Papá’ (cfr. Mc 14,36). Esta palabra aramea —que era la lengua de Jesús— expresa intimidad, expresa confianza. Precisamente cuando siente la oscuridad que lo rodea, Jesús la atraviesa con esa pequeña palabra: Abbà, Papá.
Jesús reza también en la cruz, envuelto en tinieblas por el silencio de Dios. Y sin embargo en sus labios surge una vez más la palabra «Padre». Es la oración más audaz, porque en la cruz Jesús es el intercesor absoluto: reza por los otros, reza por todos, también por aquellos que lo condenan, sin que nadie, excepto un pobre malhechor, se ponga de su lado. Todos estaban contra Él o indiferentes, solamente ese malhechor reconoce el poder. «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). En medio del drama, en el dolor atroz del alma y del cuerpo, Jesús reza con las palabras de los salmos; con los pobres del mundo, especialmente con los olvidados por todos, pronuncia las palabras trágicas del salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (v. 2): Él sentía el abandono y rezaba. En la cruz se cumple el don del Padre, que ofrece el amor, es decir se cumple nuestra salvación. Y también, una vez, lo llama «Dios mío», «Padre, en tus manos pongo mi espíritu»: es decir, todo, todo es oración, en las tres horas de la Cruz.
Por tanto, Jesús reza en las horas decisivas de la pasión y de la muerte. Y con la resurrección el Padre responderá a la oración. La oración de Jesús es intensa, la oración de Jesús es única y se convierte también en el modelo de nuestra oración. Jesús ha rezado por todos, ha rezado también por mí, por cada uno de vosotros. Cada uno de nosotros puede decir: «Jesús, en la cruz, ha rezado por mí.» Ha rezado. Jesús puede decir a cada uno de nosotros: «He rezado por ti, en la Última Cena y en el madero de la Cruz.» Incluso en el más doloroso de nuestros sufrimientos, nunca estamos solos. La oración de Jesús está con nosotros. «Y ahora, padre, aquí, nosotros que estamos escuchando esto, ¿Jesús reza por nosotros?» Sí, sigue rezando para que Su palabra nos ayude a ir adelante. Pero rezar y recordar que Él reza por nosotros.
Y esto me parece lo más bonito para recordar. Esta es la última catequesis de este ciclo sobre la oración: recordar la gracia de que nosotros no solamente rezamos, sino que, por así decir, hemos sido «rezados», ya somos acogidos en el diálogo de Jesús con el Padre, en la comunión del Espíritu Santo. Jesús reza por mí: cada uno de nosotros puede poner esto en el corazón, no hay que olvidarlo. También en los peores momentos. Somos ya acogidos en el diálogo de Jesús con el Padre en la comunión del Espíritu Santo. Hemos sido queridos en Cristo Jesús, y también en la hora de la pasión, muerte y resurrección todo ha sido ofrecido por nosotros. Y entonces, con la oración y con la vida, no nos queda más que tener valentía, esperanza y con esta valentía y esperanza sentir fuerte la oración de Jesús e ir adelante: que nuestra vida sea un dar gloria a Dios conscientes de que Él reza por mí al Padre, que Jesús reza por mí.
Mensaje de la V Jornada Mundial de los pobres
Papa Francisco
Fecha del documento: 13 de junio de 2021
Fecha de la Jornada: 14 de noviembre de 2021
Catequesis sobre la oración: 37. Perseverar en el amor
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En esta penúltima catequesis sobre la oración hablamos de la perseverancia al rezar. Es una invitación, es más, un mandamiento que nos viene de la Sagrada Escritura. El itinerario espiritual del Peregrino ruso empieza cuando se encuentra con una frase de san Pablo en la primera carta a los Tesalonicenses: «Orad constantemente. En todo dad gracias» (5,17-18). La palabra del Apóstol toca a ese hombre y él se pregunta cómo es posible rezar sin interrupción, dado que nuestra vida está fragmentada en muchos momentos diferentes, que no siempre hacen posible la concentración. De este interrogante empieza su búsqueda, que lo conducirá a descubrir la llamada oración del corazón. Esta consiste en repetir con fe: «¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí pecador!» Una oración sencilla, pero muy bonita. Una oración que, poco a poco, se adapta al ritmo de la respiración y se extiende a toda la jornada. De hecho, la respiración no cesa nunca, ni siquiera mientras dormimos; y la oración es la respiración de la vida.
¿Cómo es posible custodiar siempre un estado de oración? El Catecismo nos ofrece citas bellísimas, tomadas de la historia de la espiritualidad, que insisten en la necesidad de una oración continua, que sea el fulcro de la existencia cristiana. Cito algunas de ellas.
Afirma el monje Evagrio Póntico: «No nos ha sido prescrito trabajar, vigilar y ayunar constantemente —no, esto no se nos ha pedido— pero sí tenemos una ley que nos manda orar sin cesar» (n. 2742). El corazón en oración. Hay por tanto un ardor en la vida cristiana, que nunca debe faltar. Es un poco como ese fuego sagrado que se custodiaba en los templos antiguos, que ardía sin interrupción y que los sacerdotes tenían la tarea de mantener alimentado. Así es: debe haber un fuego sagrado también en nosotros, que arda en continuación y que nada pueda apagar. Y no es fácil, pero debe ser así.
San Juan Crisóstomo, otro pastor atento a la vida concreta, predicaba así: «Conviene que el hombre ore atentamente, bien estando en la plaza o mientras da un paseo: igualmente el que está sentado ante su mesa de trabajo o el que dedica su tiempo a otras labores, que levante su alma a Dios: conviene también que el siervo alborotador o que anda yendo de un lado para otro, o el que se encuentra sirviendo en la cocina» (n. 2743). Pequeñas oraciones: «Señor, ten piedad de nosotros», «Señor, ayúdame». Por tanto, la oración es una especie de pentagrama musical, donde nosotros colocamos la melodía de nuestra vida. No es contraria a la laboriosidad cotidiana, no entra en contradicción con las muchas pequeñas obligaciones y encuentros, si acaso es el lugar donde toda acción encuentra su sentido, su porqué y su paz.
Cierto, poner en práctica estos principios no es fácil. Un padre y una madre, ocupados con mil cometidos, pueden sentir nostalgia por un periodo de su vida en el que era fácil encontrar tiempos cadenciosos y espacios de oración. Después, los hijos, el trabajo, los quehaceres de la vida familiar, los padres que se vuelven ancianos… Se tiene la impresión de no conseguir nunca llegar a la cima de todo. Entonces hace bien pensar que Dios, nuestro Padre, que debe ocuparse de todo el universo, se acuerda siempre de cada uno de nosotros. Por tanto, ¡también nosotros debemos acordarnos de Él!
Podemos recordar que en el monaquismo cristiano siempre se ha tenido en gran estima el trabajo, no solo por el deber moral de proveerse a sí mismo y a los demás, sino también por una especie de equilibrio, un equilibrio interior: es arriesgado para el hombre cultivar un interés tan abstracto que se pierda el contacto con la realidad. El trabajo nos ayuda a permanecer en contacto con la realidad. Las manos entrelazadas del monje llevan los callos de quien empuña pala y azada. Cuando, en el Evangelio de Lucas (cfr. 10,38-42), Jesús dice a santa Marta que lo único verdaderamente necesario es escuchar a Dios, no quiere en absoluto despreciar los muchos servicios que ella estaba realizando con tanto empeño.
En el ser humano todo es «binario»: nuestro cuerpo es simétrico, tenemos dos brazos, dos ojos, dos manos… Así también el trabajo y la oración son complementarios. La oración —que es la «respiración» de todo— permanece como el fondo vital del trabajo, también en los momentos en los que no está explicitada. Es deshumano estar tan absortos por el trabajo como para no encontrar más el tiempo para la oración.
Al mismo tiempo, no es sana una oración que sea ajena de la vida. Una oración que nos enajena de lo concreto de la vida se convierte en espiritualismo, o, peor, ritualismo. Recordemos que Jesús, después de haber mostrado a los discípulos su gloria en el monte Tabor, no quiere alargar ese momento de éxtasis, sino que baja con ellos del monte y retoma el camino cotidiano. Porque esa experiencia tenía que permanecer en los corazones como luz y fuerza de su fe; también una luz y fuerza para los días venideros: los de la Pasión. Así, los tiempos dedicados a estar con Dios avivan la fe, la cual nos ayuda en la concreción de la vida, y la fe, a su vez, alimenta la oración, sin interrupción. En esta circularidad entre fe, vida y oración, se mantiene encendido ese fuego del amor cristiano que Dios espera de nosotros.
Y repetimos la oración sencilla que es tan bonito repetir durante el día, todos juntos: «Señor Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí pecador.»
Catequesis sobre la oración: 36. Jesús, modelo y alma de toda oración
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Los Evangelios nos muestran cuanto era fundamental la oración en la relación de Jesús con sus discípulos. Ya se aprecia en la elección de los que luego se convertirían en los apóstoles. Lucas sitúa la elección en un contexto preciso de oración y dice así: «En aquellos días, Jesús salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró apóstoles» (6,12-13). Jesús los elige después de una noche de oración. Parece que no haya otro criterio en esta elección si no es la oración, el diálogo de Jesús con el Padre. A juzgar por cómo se comportarán después esos hombres, parecería que la elección no fue de las mejores porque todos huyeron, lo dejaron solo antes de la Pasión; pero es precisamente esto, especialmente la presencia de Judas, el futuro traidor, lo que demuestra que esos nombres estaban escritos en el plan de Dios.
La oración en favor de sus amigos reaparece continuamente en la vida de Jesús. A veces los apóstoles se convierten en motivo de preocupación para Él, pero Jesús, así como los recibió del Padre, después de la oración, así los lleva en su corazón, incluso en sus errores, incluso en sus caídas. En todo ello descubrimos cómo Jesús fue maestro y amigo, siempre dispuesto a esperar pacientemente la conversión del discípulo. El punto culminante de esta paciente espera es la «tela» de amor que Jesús teje en torno a Pedro. En la Última Cena le dice: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22,31-32). Es impresionante saber que, en el tiempo del desfallecimiento, el amor de Jesús no cesa. «Pero Padre, si estoy en pecado mortal, ¿el amor de Jesús sigue ahí?» «Sí.» «¿Y Jesús sigue rezando por mí?» «Sí.» «Pero si he hecho cosas muy malas y muchos pecados, ¿sigue amándome Jesús?» «Sí.» El amor y la oración de Jesús por cada uno de nosotros no cesa, es más, se hace más intenso y somos el centro de su oración. Debemos recordar siempre esto: Jesús está rezando por mí, está rezando ahora ante el Padre y le está mostrando las heridas que trajo consigo, para que el Padre pueda ver el precio de nuestra salvación, es el amor que nos tiene. Y en este momento que uno de nosotros piense: ¿Jesús está rezando ahora por mí? Sí. Es una gran seguridad que debemos tener.
La oración de Jesús vuelve puntualmente en un momento crucial de su camino, el de la verificación de la fe de los discípulos. Escuchemos de nuevo al evangelista Lucas: «Una vez que Jesús estaba orando solo, lo acompañaban sus discípulos y les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?” Ellos contestaron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros dicen que ha resucitado uno de los antiguos profetas.” Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Pedro respondió: “El Mesías de Dios.” Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie» (9,18-21). Las grandes decisiones en la misión de Jesús están siempre precedidas de la oración, pero no de una oración, así, en passant, sino de la oración intensa y prolongada. Siempre en esos momentos hay una oración. Esta prueba de fe parece una meta, pero en cambio es un punto de partida renovado para los discípulos, porque, a partir de entonces, es como si Jesús subiera un tono en su misión, hablándoles abiertamente de su pasión, muerte y resurrección.
En esta perspectiva, que despierta instintivamente la repulsión, tanto en los discípulos como en nosotros que leemos el Evangelio, la oración es la única fuente de luz y fuerza. Es necesario rezar más intensamente, cada vez que el camino se empina.
Y en efecto, tras anunciar a los discípulos lo que le espera en Jerusalén, tiene lugar el episodio de la Transfiguración. «[Jesús] tomó a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén» (Lc 9,28-31), es decir de su Pasión. Por tanto, esta manifestación anticipada de la gloria de Jesús tuvo lugar en la oración, mientras el Hijo estaba inmerso en la comunión con el Padre y consentía plenamente en su voluntad de amor, en su plan de salvación. Y de esa oración salió una palabra clara para los tres discípulos implicados: «Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo» (Lc 9,35). De la oración viene la invitación a escuchar a Jesús, siempre de la oración.
De este rápido recorrido por el Evangelio, deducimos que Jesús no sólo quiere que recemos como Él reza, sino que nos asegura que, aunque nuestros tentativos de oración sean completamente vanos e ineficaces, siempre podemos contar con su oración. Debemos ser conscientes: Jesús reza por mí. Una vez, un buen obispo me contó que en un momento muy malo de su vida y de una gran prueba, un momento de oscuridad, miró a lo alto de la basílica y vio escrita esta frase: «Yo Pedro rezaré por ti.» Y eso le dio fuerza y consuelo. Y esto sucede cada vez que cada uno de nosotros sabe que Jesús reza por él. Jesús reza por nosotros. Ahora mismo, en este momento. Haced este ejercicio de memoria repitiéndolo. Cuando hay alguna dificultad, cuando estáis en la órbita de las distracciones: Jesús está rezando por mí. Pero, padre ¿eso es verdad? Es verdad, lo dijo Él mismo. No olvidemos que lo que nos sostiene a cada uno de nosotros en la vida es la oración de Jesús por cada uno de nosotros, con nombre, apellido, ante el Padre, enseñándole las heridas que son el precio de nuestra salvación.
Aunque nuestras oraciones fueran solamente balbuceos, si se vieran comprometidas por una fe vacilante, nunca debemos dejar de confiar en Él. Yo no sé rezar, pero Él reza por mí. Sostenidas por la oración de Jesús, nuestras tímidas oraciones se apoyan en alas de águila y suben al cielo. No os olvidéis: Jesús está rezando por mí. «¿Ahora?» «Ahora.» En el momento de la prueba, en el momento del pecado, incluso en ese momento, Jesús está rezando por mí con mucho amor.
Mensaje de la I Jornada Mundial de los Abuelos y Mayores
Papa Francisco
Fecha del documento: 31 de mayo de 2021
Fecha de la Jornada: 25 de julio de 2021
Catequesis sobre la oración: 35. La certeza de ser escuchados
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hay una contestación radical a la oración, que deriva de una observación que todos hacemos: nosotros rezamos, pedimos, sin embargo, a veces parece que nuestras oraciones no son escuchadas: lo que hemos pedido —para nosotros o para otros— no sucede. Nosotros tenemos esta experiencia, muchas veces. Si además el motivo por el que hemos rezado era noble (como puede ser la intercesión por la salud de un enfermo, o para que cese una guerra), el incumplimiento nos parece escandaloso. Por ejemplo, por las guerras: nosotros estamos rezando para que terminen las guerras, estas guerras en tantas partes del mundo, pensemos en Yemen, pensemos en Siria, países que están en guerra desde hace años, ¡años! Países atormentados por las guerras, nosotros rezamos y no terminan. ¿Pero cómo puede ser esto? «Hay quien deja de orar porque piensa que su oración no es escuchada» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 2734). Pero si Dios es Padre, ¿por qué no nos escucha? Él que ha asegurado que da cosas buenas a los hijos que se lo piden (cfr. Mt 7,10), ¿por qué no responde a nuestras peticiones? Todos nosotros tenemos experiencia de esto: hemos rezado, rezado, por la enfermedad de este amigo, de este papá, de esta mamá y después se han ido, Dios no nos ha escuchado. Es una experiencia de todos nosotros.
El Catecismo nos ofrece una buena síntesis sobre la cuestión. Nos advierte del riesgo de no vivir una auténtica experiencia de fe, sino de transformar la relación con Dios en algo mágico. La oración no es una varita mágica: es un diálogo con el Señor. De hecho, cuando rezamos podemos caer en el riesgo de no ser nosotros quienes servimos a Dios, sino pretender que sea Él quien nos sirva a nosotros (cfr. n. 2735). He aquí, pues, una oración que siempre reclama, que quiere dirigir los sucesos según nuestro diseño, que no admite otros proyectos si no nuestros deseos. Jesús sin embargo tuvo una gran sabiduría poniendo en nuestros labios el «Padre nuestro». Es una oración solo de peticiones, como sabemos, pero las primeras que pronunciamos están todas del lado de Dios. Piden que se cumpla no nuestro proyecto, sino su voluntad en relación con el mundo. Mejor dejar hacer a Él: «Sea santificado tu nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad» (Mt 6,9-10).
Y el apóstol Pablo nos recuerda que nosotros no sabemos ni siquiera qué sea conveniente pedir (cfr. Rm 8,26). Nosotros pedimos por nuestras necesidades, las cosas que nosotros queremos, «¿pero esto es más conveniente o no?». Pablo nos dice: nosotros ni siquiera sabemos qué es conveniente pedir. Cuando rezamos debemos ser humildes: esta es la primera actitud para ir a rezar. Así como está la costumbre en muchos lugares que, para ir a rezar a la iglesia, las mujeres se ponen el velo o se toma el agua bendita para empezar a rezar, así debemos decirnos, antes de la oración, lo que sea más conveniente, que Dios me dé lo que sea más conveniente: Él sabe. Cuando rezamos tenemos que ser humildes, para que nuestras palabras sean efectivamente oraciones y no un vaniloquio que Dios rechaza. Se puede también rezar por motivos equivocados: por ejemplo, derrotar el enemigo en guerra, sin preguntarnos qué piensa Dios de esa guerra. Es fácil escribir en un estandarte «Dios está con nosotros»; muchos están ansiosos por asegurar que Dios está con ellos, pero pocos se preocupan por verificar si ellos están efectivamente con Dios. En la oración, es Dios quien nos debe convertir, no somos nosotros los que debemos convertir a Dios. Es la humildad. Yo voy a rezar, pero Tú, Señor, convierte mi corazón para que pida lo que es conveniente, pida lo que sea mejor para mi salud espiritual.
Sin embargo, un escándalo permanece: cuando los hombres rezan con corazón sincero, cuando piden bienes que corresponden al Reino de Dios, cuando una madre reza por el hijo enfermo, ¿por qué a veces parece que Dios no escucha? Para responder a esta pregunta, es necesario meditar con calma los Evangelios. Los pasajes de la vida de Jesús están llenos de oraciones: muchas personas heridas en el cuerpo y en el espíritu le piden ser sanadas; está quien le pide por un amigo que ya no camina; hay padres y madres que le llevan hijos e hijas enfermos… Todas son oraciones impregnadas de sufrimiento. Es un coro inmenso que invoca: «¡Ten piedad de nosotros!»
Vemos que a veces la respuesta de Jesús es inmediata, sin embargo, en otros casos esta se difiere en el tiempo: parece que Dios no responde. Pensemos en la mujer cananea que suplica a Jesús por la hija: esta mujer debe insistir mucho tiempo para ser escuchada (cfr. Mt 15,21-28). Tiene también la humildad de escuchar una palabra de Jesús que parece un poco ofensiva: no tenemos que tirar el pan a los perros, a los perritos. Pero a esta mujer no le importa la humillación: le importa la salud de la hija. Y va adelante: «Sí, también los perritos comen de lo que cae de la mesa», y esto le gusta a Jesús. La valentía en la oración. O pensemos también en el paralítico llevado por sus cuatro amigos: inicialmente Jesús perdona sus pecados y tan solo en un segundo momento lo sana en el cuerpo (cfr. Mc 2,1-12). Por tanto, en alguna ocasión la solución del drama no es inmediata. También en nuestra vida, cada uno de nosotros tiene esta experiencia. Tenemos un poco de memoria: cuántas veces hemos pedido una gracia, un milagro, digámoslo así, y no ha sucedido nada. Después, con el tiempo, las cosas se han arreglado, pero según el modo de Dios, el modo divino, no según lo que nosotros queríamos en ese momento. El tiempo de Dios no es nuestro tiempo.
Desde este punto de vista, merece atención sobre todo la sanación de la hija de Jairo (cfr. Mc 5,21-33). Hay un padre que corre sin aliento: su hija está mal y por este motivo pide la ayuda de Jesús. El Maestro acepta enseguida, pero mientras van hacia la casa tiene lugar otra sanación, y después llega la noticia de que la niña está muerta. Parece el final, pero Jesús dice al padre: «No temas; solamente ten fe» (Mc 5,36). «Sigue teniendo fe»: porque la fe sostiene la oración. Y, de hecho, Jesús despertará a esa niña del sueño de la muerte. Pero por un cierto tiempo, Jairo ha tenido que caminar a oscuras, con la única llama de la fe. ¡Señor, dame la fe! ¡Que mi fe crezca! Pedir esta gracia, de tener fe. Jesús, en el Evangelio, dice que la fe mueve montañas. Pero, tener la fe en serio. Jesús, delante de la fe de sus pobres, de sus hombres, cae vencido, siente una ternura especial, delante de esa fe. Y escucha.
También la oración que Jesús dirige al Padre en el Getsemaní parece permanecer sin ser escuchada: «Padre, si es posible, aleja de mí esto que me espera.» Parece que el Padre no lo ha escuchado. El Hijo tendrá que beber hasta el fondo el cáliz de la Pasión. Pero el Sábado Santo no es el capítulo final, porque al tercer día, es decir el domingo, está la resurrección. El mal es señor del penúltimo día: recordad bien esto. El mal nunca es un señor del último día, no: del penúltimo, el momento donde es más oscura la noche, precisamente antes de la aurora. Allí, en el penúltimo día está la tentación donde el mal nos hace entender que ha vencido: «¿Has visto?, ¡he vencido yo!» El mal es señor del penúltimo día: el último día está la resurrección. Pero el mal nunca es señor del último día: Dios es el Señor del último día. Porque ese pertenece solo a Dios, y es el día en el que se cumplirán todos los anhelos humanos de salvación. Aprendamos esta paciencia humilde de esperar la gracia del Señor, esperar el último día. Muchas veces, el penúltimo día es muy feo, porque los sufrimientos humanos son feos. Pero el Señor está y en el último día Él resuelve todo.